IDILIO SEGUNDO
HISTORIA DE JOVINO A MIREO
Actie aetatis placida
et lenis recordatis.
Cicerón
Mireo, pues te place
que sepa el caro Delio
mi profesión, mi nombre,
mi patria, y mis sucesos,
aplícate un instante
a ver este diseño,
de ingenio y arte escaso,
si de verdades lleno.
Cifrada en breves puntos
mi historia verá Delio;
verála sin asombro,
pero también sin tedio.
Dile que en la ancha orilla
del mar cántabro un pueblo
sobre otros mil levanta
su erguida frente al cielo:
mil timbres le ennoblecen,
ganados en el tiempo
antiguo, cuando cuna
sus altos muros fueron
de claros capitanes
y heroicos semideos;
de aquellos santos reyes
que a España redimieron
del yugo berberisco
fue corte y real asiento.
En él nací, del sumo
rector del universo
sin duda descendido,
que a tanto dios debieron,
si no mintió la fama,
su origen mis abuelos.
Jovino me llamaron
desde los años tiernos
las ninfas gejionenses;
y allí do va el sereno
Pilas al mar de Asturias
sus aguas refluyendo,
el nombre de Jovino,
con resonantes ecos,
náyades y tritones
mil veces repitieron.
No aún mi blanca barba
manchara el pardo vello,
y ya del nombre mío
volaba el dulce acento,
llevado por las auras
al complutense suelo.
Minerva despiadada
firmó el cruel decreto
que me pasó a Compluto
desde el hogar paterno.
Mezclado a los ilustres
hijos del gran Cisneros,
allí me vio Dalmiro
al margen por do el viejo
y sabio Henares fluye
con graves pasos, ledo.
Allí me vio Dalmiro;
Dalmiro, cuyo ingenio,
ya entonces celebrado,
daba con vario efecto
cuidados a las ninfas
y a los pastores celos.
De allí, quizá aguijado
de tan ilustre ejemplo,
trepar osé al Parnaso
por cima de escarmientos.
Imberbe aún, y falto
de inspiración y fuego,
tenté del sabio Apolo
subir al trono excelso.
Luego al intonso numen
enderecé mis ruegos,
y aunque de tal descaro
mostrarse pudo ofenso,
la juvenil audacia
me perdonó, y risueño
me dio de alumno suyo
el nombre y los derechos.
Bajo de tal auspicio
viví mil días bellos,
gocé mil dulces dichas
y obré mil altos hechos.
Bebí de la armoniosa
corriente del Permeso,
después la de Hipocrene,
y al fin, a tragos luengos,
en el raudal castalio
sacié mi afán sediento.
Monteme en el Pegaso,
y en él volé ligero
al elevado Pindo
y al muy más alto Pierio,
donde las nueve hermanas
favores mil me hicieron;
de Erato, aunque voluble,
fui fino chichisbeo,
que en mi favor con ella
tal vez intercedieron
Teócrito, Virgilio,
Catulo y Anacreón;
galanteé a Talía
también por algún tiempo,
y entonces la taimada,
con aire zahareño,
enmascaró mi rostro,
y al pie, que del proscenio
el polvo nunca hollara,
calzó el humilde zueco;
la grave Melpómene
en tanto con severo
semblante me miraba;
quise obligarla atento,
rogué, seguí sus pasos
y huyome con desprecio.
Mas ¡oh natura extraña
del hombre en sus deseos,
que el fuego los entibia,
y los enciende el hielo!:
la fuga de la ninfa
irrita mi deseo;
la sigo a todas partes:
la busco entre los griegos,
y sólo hallé sus huellas,
que ya al latino pueblo
del ático pasara;
corrí el país que un tiempo
fue trono de las musas,
y ya sobre su suelo,
de sangre, de despojos
y ruinas mil cubierto,
la ninfa no habitaba;
desde uno al otro extremo
crucé la sabia Europa,
y al fin la hallé en los pueblos
a que uno y otro margen
del Sena dan asiento.
Con culto majestuoso
la ninfa vive entre ellos
tenida en grande estima:
allí escuchó mis ruegos,
y dio a mis inquietudes
y largo afán el premio,
subiéndome al heroico
coturno desde el zueco.
¡Oh cuántos ricos dones
a sus influjos debo!
Diome que en largos hilos
de los humanos pechos
mil lágrimas sacara,
mil quejas y lamentos;
diome que hacer pudiese
amables los senderos
de la virtud, por más que
el fraude, el odio negro
y la traición los pinten
penosos y molestos;
diome que al hombre hiciera,
con sabios documentos,
de lealtad amigo
y a vil perfidia adverso;
que a los potentes reyes
mostrase el fiero ceño
de la fortuna airada,
y a los sufridos pueblos
el celo vigilante
con que un poder supremo
refrena los designios
de príncipes aviesos;
diome... Pero no digas
cuánto me dio, Mireo:
sus dones no divulgues,
que Astrea tendrá celos;
Astrea, que hoy me tiene
en sus cadenas preso,
me trata con ley dura,
y con tirano imperio
pretende ser la sola
señora de mi ingenio.
Mal de su grado cede
mi corazón al peso
de ley tan inhumana,
y no sin gran tormento
a tan severo numen
ofrece sus inciensos.
¡Ay, Dios, los bellos días
pasaron! ¡Pasó el tiempo
de holganza, de venturas
y de contentamientos!
Pero, pues ya mis dichas
y glorias perecieron,
¿por qué no fue mi nombre
en hondo olvido envuelto?
¿Por qué me habéis dejado
crüel diva, en el recuerdo,
de tan sabrosos gustos
tan amargo tormento?
¡Oh, cuán dulces instantes,
qué días tan risueños
los que pasar solía
al margen del Permeso!
¡Cuántas veces mi nombre
y el de mi Enarda fueron
escritos de consuno
sobre los olmos tiernos,
que ya encumbró a más alta
región el raudo tiempo!...
¡De hiedra y verde mirto
ornado, el suave plectro
cuántas veces tañía,
y al dulce son atento
cantaba mis venturas,
que duplicaba el eco!
¡De Enarda cuántas veces
la gracia y dulce ingenio
loaba, y sus encantos
encaramaba al cielo!
Cantaba de sus ojos
el rutilante fuego,
su frente hermosa y grave
y los cabellos luengos,
que airosos abajaban
sobre su blanco pecho...
Perdona, oh santa Temis,
perdona estos recuerdos:
Mireo los exige
y los conduce a Delio;
a Delio, aquel que supo
con tan sonoro plectro
la integridad augusta
loar de tus decretos;
a Delio, que inflamado
con el divino fuego
que le inspiró tu numen,
extiende por el viento
el triunfo de los sabios
ministros de tu templo;
a Delio, al hijo ilustre,
imagen y heredero
del gran León, tu alumno,
tu gloria y tu recreo.
¡Oh genio peregrino!
¡Oh inimitable Delio!
¡Oh honor, oh prez, oh gloria
de los presentes tiempos!
Ya las hispanas musas,
que en hondo y vil desprecio
yacían, por ti vuelven
a su esplendor primero;
a ti fue dado sólo
obrar el alto hecho.
Y pues tamaña empresa
te reservaba el tiempo,
el triunfo que a tal gloria
levanta el pueblo ibero,
será del plectro mío
perenne, vasto objeto,
y de uno al otro polo
resonará en mis versos.
Gaspar Melchor de Jovellanos
Obras Completas. Tomo I. Edición de José Miguel Caso González. Centro de Estudios del siglo XVIII e Ilustre Ayuntamiento de Gijón. 1984