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IMITACIÓN DE LA NUBE

Se apagaron las voces
con el rehílo de la luz muriente
dejándome los goces
del corazón durmiente
en su confinio de aire transparente.

Qué larga la cordura
de sosegarme sin ningún sonido
y qué embriaguez de altura
para el celeste olvido
en el silencio oírme sin oído.

El amor sólo quiso
un estío de olor para su intento
de amar que se deshizo
y se llevó el lamento
en el frágil esquife de su viento.

Ya se quebraron solas
mis naos con sus lunas tripulantes
y sollozaron olas
en los pechos fragantes
de todas mis ondinas ondulantes.

Pero el amor no pudo
sino amar a su sombra en demasía
y su cuerpo desnudo
no supo que ardería
su brasa de alabastro en agonía.

Ah gemida y gimiente,
mi dulce prometida sin promesa,
finada y renaciente
donde acaba y empieza
todo el raudal de la blancura ilesa.

Oriunda te llamaba
del agua y aledaña del querube
y si mucho te amaba
apenas le retuve
a tu inasida levedad de nube.

Ya todo está cumplido,
en el lagar la cántara vacía
del mosto consumido
y la pena tardía
en mi nevado tiempo de elegía.

Era alguien con su aliento
y el tallo de su mano vaporosa
que llegó a mi aposento
con planta sigilosa
y me dejó el cadáver de una rosa.

Era en el aire acaso
que te condujo a mí la mano aquella
con el relente escaso
en el que aún destella
la herida alticeleste de tu huella.

En qué historia confusa
de amor y desamor nunca termina
la página inconclusa
que al sueño me confína
en sus desvaneceres de neblina.

Ya fenecido el canto,
quedó el amor sin lengua ni soflama
y en un cielo de llanto
la nube se derrama
y un serafín de hielo me reclama.

Washington.

autógrafo

Gonzalo Escudero


«Introducción a la muerte» (1960)

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