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MADUREZ DE LA MUERTE

Toda la noche de espadas negras,
los hombres fabricaron una aurora
envasada en el verde puro de las botellas,
para una sed crecida en las gargantas
y atizada en la flama de las lenguas.
Aurora de agua y aire,
de cielo y tierra,
como esperada no venida,
como venida nunca entera.
Mientras tanto nacieron colmillos en las lianas,
bastos en los sarmientos y puños en las piedras.
En un lagar de angustia,
tantas heridas fueron pulpa y piel de cerezas
y tantos ojos amarillos,
racimos de uvas tiernas.
Desde entonces los hombres andan borrachos
del vino de la muerte ligera,
sin sal ni sol del mundo,
a horcajadas en la arcilla prieta,
sin tacto de los días, los meses y los años
en este calendario de candela,
plantados los laureles de los huesos lirondos
como arcos de una orquesta,
y la boca baldía
sin hambre vegetal de fruta, moza o estrella,
sin memoria de miel en cántaro
y miel en pechos de colinas frescas,
duros de calcio y quemantes de fósforo,
flor, resina y madera.
Violones calcinados
por los bengalas de una fiesta,
si al menos estos brazos izaran
las gaitas de los vientres en las cuerdas
de los dorados intestinos
contra las nubes forasteras,
contra el humo pirata de paisajes,
contra el viento rapaz del oro de la arena,
contra la lluvia verde,
máquina de coser cordilleras.
Estos muertos están conmigo
en geometría de línea recta,
infantería de ángeles
con fusiles de niebla
para matar estatuas vivas
de gozo en lunas llenas.
Estos muertos están conmigo,
caballería lenta
de caballos envenenados
por las distancias agoreras,
las cimitarras de rocío para acribillar sueños,
los cascos de algodón para pisar ausencias.
Estos muertos están conmigo
en creciente de mar, pampa y meseta,
de alga, raíz y liquen,
de tromba y torrentera,
al norte, al sur, al este y al oeste
de la angustia unigénita,
árbol del grito,
trueno domador de centellas,
almáciga del huracán piafante
y del océano en resaca de hembra.
¿Qué pueden nuestras manos
diestra y siniestra
contra esta madurez de la muerte
en zafra de tormentas?
Si hay un reloj menudo que nos roe,
burbuja con las patas de abeja
y una fugaz respiración de hormiga,
el corazón de almendra,
cada vez más enfermo
de altura eterna.

autógrafo

Gonzalo Escudero


«Altanoche» (1947)

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