LA QUEJA
Como otras veces cuando la angustia
le finge graves cosas hurañas,
la infeliz dijo, después que el rojo
vómito tibio mojó la almohada,
las mismas quejas de febriciente,
las mismas quejas entrecortadas
por el delirio, las que ella arroja
como un detritus de la garganta.
Bajo el recuerdo remoto y vivo,
jornadas rudas de su desgracia,
rápidos cruzan por la memoria
sus desconsuelos de amargurada:
desde el sombrío taller primero
que vio su carne cuando era sana
hasta la hora de la caída
de la que nunca se levantara.
Porque era linda, joven y alegre
ascendió toda la suave escala:
supo del fino vaso elegante
que vuelca las flores en la cloaca.
Porque a su abismo lo creyó cumbre,
leves mareos de la esperanza
quizá embriagaron sus realidades
puesto que huyeron sin inquietarla,
y la salvaron de los hastíos
que levemente la desolaran,
como poemas sentimentales,
largos idilios de cortesana.
Después terrible, llegó el descenso,
y hubo agonías de lucha infausta:
el tren lujoso, los bares de moda,
últimas glorias de consagrada
ya no volvieron a mecer tiernas
ensoñaciones interminadas,
ya no volvieron ansias ocultas
de las novelas de fe romántica,
ni a obsedar, tristes, sus aventuras
las heroínas que ella imitara,
pues, desde entonces, casi insensible,
vivió la vida de una de tantas
y enamoróse de un orillero,
por un capricho, porque ostentaba,
como un orgullo jamás vencido,
adorno y premio de sus audacias,
una imborrable cicatriz honda
sobre su rostro: cartel de cara,
brutal nobleza, blasón sangriento
que con fiero arte grabó la daga.
La vio el suburbio pasar risueña,
porque en sus horas inconfesadas
de peregrina de los burdeles
fue la devota que amó las llagas,
y a su belleza rindió homenaje
la inmunda jerga que deshojaba
en delictuosas galanterías
rosas obscenas para sus gracias,
la jerga inmunda, que en madrigales
volvió la torpe frase guaranga
de los celosos apasionados,
que bravamente, como ofrendadas
invitaciones de amor, lucían
vivos claveles en la solapa,
largos reproches en sus cantares
y torvas iras en las miradas
sus caballeros, esos a quienes
por su coraje, la roja heráldica
de las pendencias y las prisiones
dio pergaminos de aristocracia.
Más tarde el otro. Las exigencias,
las tiranías de aquel canalla
que ella mantuvo, las indecibles
horas de eterna mujer golpeada,
siempre el azote como caricia
sobre sus lomos que soportaron
sin rebeliones de carne esclava:
¡Lomos de pobre bestia sufrida,
de pobre bestia ya reventada!
Y aquella noche, ¡Noche tremenda!
en que sintiendo la horrible náusea
del primer vómito, que arrancó el golpe
del bruto infame, loca de rabia,
embravecida, con todo su asco
le escupió al rostro su sangre insana.
Y otra vez, y otra, feroz recuerdo
del miserable, lleva la marca,
lleva el estigma que dejó el tajo
con que, al marcharse, le abrió la cara.
Después, enferma Los sufrimientos,
las mentirosas voces de lástima
o los insultos jamás velados:
¡La vida puerca, la vida mala!
Perdió en el lecho sus atractivos,
Y así, destruida la antigua gracia,
ya no hubo triunfos, pues los deseos
para saciarse la hallaron flaca.
Por eso a solas, hoy, en el cuarto
donde se muere, donde le arranca
hondos gemidos la tos violenta,
la tos maldita que la desangra,
bajo la fiebre que la consume
tiene rencores de sublevada,
¡Tiene unas cosas! ¡Oh, si pudiera
con los pulmones echar el alma!
Por eso grita su queja inútil
de inconsolable, la queja aciaga,
inofensiva, porque en su boca,
son estertores de amordazada,
las frases duras que va arrojando
como un detritus de la garganta
llena de angustias, al mismo tiempo
que los pedazos de sus entrañas.
Evaristo Carriego