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LA CIUDAD

Las numerosas aguas que tu frente circundan
hoy solamente mojan tu dolor y silencio;
ni un reflejo tan sólo la luz pone en tu orilla;
ni una lágrima brota de tu oculta tristeza.

Ciudad, yo he conocido la lumbre de tus barrios,
el fuego estremecido de tus amplios mercados,
el rumor de tus voces junto al sabor del vino,
el cotidiano drama de tus plazas redondas.

Junto con la fatiga que rinde en el trabajo
y atiranta las horas del sueño y de la angustia,
he pisado en tus calles la pasión de tu aurora
y el amor ya despierto por conocer su dicha.

Ahora que estoy lejano, quisiera conocerte,
como dentro del árbol ya conoce la savia
el fruto porque enciende la flor de su destino:
así quiere mi sangre conocer m victoria.

Cuando vine, dejando tan necesariamente
lo que nunca el olvido turbará con su sombra:
mi casa destruida, mi pan abandonado
y el ardor de la muerte ya abrasando tus venas,

¡ay! cómo recordaba los venturosos días
que aun cercanos me daban la bondad de otra suerte :
la hermandad de tus hombres y el calor de los campos
unidos ya en su vuelo con tus veloces máquinas.

La sombra de tus muelles abiertos a la luna
mostraban tus naranjas ya al borde del viaje,
mano a mano del plomo, con el dorado aceite,
el blanquísimo azúcar y la sal del pescado.

Tus más rápidos trenes, rodando por tus huertos,
te robaban las frutas maduras de los árboles;
desterrados, al viento los humos ascendían
de las triunfantes fábricas, a la luz, despeinados.

¡Qué batir en los élitros de tu vida profunda,
tu libertad, tan fácil, ciudad, al fin te abría!
En las fugaces horas que mis ojos te vieron,
aun dentro de la guerra, tu memoria cambiaba
y una nueva sonrisa tus labios encendían
al ajustarse al tiempo por pronunciar tu nombre.

Hoy yo sé que enmudeces sin tránsito perdida
bajo el dolor oscuro de tu triste abandono.
Desiertos tus hogares, arrancadas sus puertas,
al silencio te clavan con soledad de rumba.

Se aprietan en tus sienes tus altas chimeneas,
levantando su olvido por coronar tu muerte.
Desuncido el caballo junto al carro dormita.
Ni una voz se levanta, ni una brizna en el viento.

El motor ya no gira su fecundo engranaje
y la harina parada se ennegrece en la piedra.
En los atardeceres, el farol sin oficio,
paso a paso en la sombra busca refugio al tedio.

Ciudad, ¿qué mundo habitas? ¿En qué cielo padeces?
¿Sin pulsos y sin pájaros de tu suerte te olvidas?
Mira: yo bien conozco las alas del futuro
que sobre ti se cierne prometedor y hermoso,

No busques en tu espalda, que el haberle perdido
quizás más fuertemente haga nacer tu gloria:
roja flor da el granado y al perderse sus pétalos
crece el fruto jugoso que hace curvar la rama.

Pero acaso yo canto y en mi canto me olvido.
¿Sonámbula de angustia ni aun el llanto te mueve?
No, que el tiempo ha pasado y al pisar en tus ojos
levanta tu bandera rebelde de su entraña.

¡Gloria, gloria a ese fuego que en tu sangre se viste!
¡Ciudad, ciudad, espera, que mi canto se nubla!

autógrafo

Emilio Prados


«Hora de España: revista mensual. Vol. 1-2» (1937)

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