A ESPRONCEDA
¿Y tú también, lucero milagroso,
roto y sin luz bajaste
del firmamento azul y esplendoroso,
donde en alas del genio te ensalzaste?
¡Gloria, entusiasmo, juventud, belleza,
de tu gallardo pecho la hidalguía!
¿cómo no defendieron tu cabeza
de la guadaña impía?
¿Cómo, cómo en el alba de la gloria,
en la feliz mañana de la vida,
cuando radiantes páginas la historia
con solícita mano preparaba,
súbito deshojó tormenta brava
esta flor de los céfiros querida?
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Águila hermosa que hasta el sol subías,
que los torrentes de su luz bebías,
y luego en raudo vuelo
rastro de luz e inspiración traías
al enlutado suelo;
¿Quién llevará las glorias españolas
por los tendidos ámbitos del mundo?
¿Quién las hambrientas olas
del olvido y su piélago profundo
bastará a detener? Tus claros ojos
no lanzan ya celestes resplandores:
fríos yacen tus ínclitos despojos;
faltó el impulso al corazón y alma,
en las ramas del sauce de tu tumba
en el arpa enmudeció de los amores,
y de tu noche en el silencio y calma
trémula y dolorida el aura zumba!
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¡Y yo te canto, pájaro perdido,
yo a quien tu amor en sus potentes alas
sacó de las tinieblas del desierto,
que ornar quisiste con tus ricas galas,
que gozó alegre en tu encumbrado nido
de tus cantos divinos el concierto!
¿Qué tengo yo para adornar tu losa?
Flores de soledad, llanto del alma,
flores ¡ay! Sin fragancia deleitosa,
hiedra que sube oscura y silenciosa
por el gallardo tronco de la palma.
¡Oh, mi Espronceda! ¡oh generosa sombra!
¿por qué mi voz se anuda en la garganta
cuando el labio te nombra?
¿Por qué cuando tu planta
campos huella de luz y de alegría,
y tornas a la patria que perdiste,
torna doliente a la memoria mía,
a mi memoria triste,
de tu voz la suavísima armonía?
¡Ay! Si el velo cayera
con que cubre el dolor de mis yertos ojos,
menos triste de ti me despidiera:
blanca luz templaria mis enojos
cuando siguiese tu sereno vuelo
hasta el confín del azulado cielo.
¡Adiós, adiós! La angélica morada
de par en par sus puertas rutilantes
te ofrece, sombra amada;
ve a gozar extasiada
la gloria inmaculada
de Calderón, de Lope y de Cervantes.
1842
Enrique Gil y Carrasco