LA PIRÁMIDE Y LA JOVEN
A mi hija Fefé
Esta que tengo entre las manos, con temblor, con orgullo, sonriendo para mí secretamente,
es una foto de mi hija Fefé sentada en lo más alto de la augusta pirámide de Teotihuacán, en México.
Nada se ve de la pirámide, sólo el frágil perfil de la muchacha,
el rojo y el azul de su vestido, su juventud
su juventud sobre el magnífico valle de México.
Y sin embargo, yo sé que en lo alto la sostiene
la infinitud del taciturno enigma hecho de piedra y piedra que es la pirámide de Teotihuacán, en México.
Cuántos cientos o miles de años la sostienen allá arriba sobre la negra montaña hecha por manos de hombres, cuántos cientos y miles de manos de hombres, nadie lo sabe, nadie
Quiénes la hicieron, para qué, nadie lo sabe con certeza.
Con sus cuadradas escamas pétreas como en el carapacho de un Leviatán jamás imaginado,
Ya estaba donde está cuando los propios aztecas ya ni pensaban en ella, dándola por supuesta.
Aunque cientos de miles de hombres la levantaron de la tierra a los aires, su escalerilla empinada y suficiente, su ser una perfecta forma geométrica,
nos advierte que estar es lo que importa, y que se ha sacudido para siempre de nosotros.
Y sin embargo esta criatura, esta muchacha, Fefé, mi hija, trepó la infinitud de la pirámide como la cosa más natural del mundo
y la pirámide la acoge en su regazo —tal parece— y le permite contemplar desde allí todo el magnífico Valle de México.
Las montañas —le dice la pirámide a su modo, un modo que la joven no ha escuchado ni entiende—,
las montañas, los templos, las catedrales y pirámides, y en fin, todo lo enorme y casi eterno,
sirven sólo para alzar a una muchacha como tú por entre los secretos recintos de los aires hasta el centro de todo.
Y ella, la joven, la débil, la fugaz, puede que haya escuchado, atendido, aceptado, pues por algo sonríe para sí tan levemente.
Eliseo Diego