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LA QUINTA

En un tiempo mis padres socavaron el tedio voraz del color blanco
valiéndose de gárgolas lunáticas que prodigaban por juego las tinieblas,
y aquellos hipogrifos de cemento que lograron a fuerza de paciencia consagradora pátina
callando conseguían disimular sus bromas y extender la penumbra con un vago terror hacia la noche.
Más importante aún era el negrito a quien hacía tanta gracia la nada
sentado junto a las escaleras que siempre pretendieron ser unos saltos de agua
y a quien acompañaba no sé si por su gusto el silencioso gato sobre la tapia intenso, contra la tarde rojo, enigma pobre, conmovedor qué será de mi barrio.
Las japonesas cuevas, escasas y profundas con la profundidad de una noche pintada en una tabla,
y aquellas fuentes ciegas, y las acequias hondas por  las fragantes tardes paseadas.
Escribo todo esto con la melancolía de quien redacta un documento.
Como quien ve la ruina, la intemperie funesta contemplando el raído interior del griego.
Digo cómo debían ser el ocio tan suave y el paso regio y la ternura graciosa del paseo
cuando volvían a la casa despacio entre las aguas limpias de la fuente, mirados por las criaturas extáticas del parque,
cuando la noche no siempre comenzaba en la caída, sino que también era la tiniebla lustrosa del inútil recodo
socavando el tedio de la cal, el horror de la pared como vacío deslumbrante.
Aquel negrito, aquellos hipogrifos que gustaban  magistralmente de la lluvia
saboreando las gotas y el color gris como si el frío fuese de veras parte de sus almas,
y el nombre de la quinta, que las filosas enredaderas trenzaban con variadas flores de reluciente hierro,
los gobernados arroyuelos de piedra por donde navegaban los bergantines dorados de las hojas
sin saber el tamaño menudo y deleitoso de su aventura ni el agradable olvido de aquel sombrío puerto,
el jardín de la quinta donde termina la Calzada y comienza el nacimiento silencioso del campo y de la noche,
raído por el sol lo miro, melancólicamente desolado como el feo pensamiento de un idiota.
Digo estas cosas con la tristeza de quien a solas dice cuántos años
y deja caer la inútil mano sobre la frescura del mimbre y en su comodidad encuentra algún consuelo.

autógrafo

Eliseo Diego


«En la calzada de Jesús del Monte» (1949)

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