AUTORRETRATO
Nací en una revuelta,
viví una Revolución
y me voy por la puerta de un idilio.
Estoy de pie en los campos
que mi calor maduró al fin para los hombres.
Ante mis ojos,
las llanuras que sabían a sangre
están tendidas, puestas a secar.
De la montaña ideológica
quedó una frase de divinidad sustantiva:
el Hombre es una fuerza que ama.
Ayer fueron los lobos a comer a mi puerta
y el lobo es el hombre del lobo.
La tierra está calmada como después de un cuento.
Quien menos oye, oye amar a la semilla.
El caliente ecuador
es una rueda de amigos
y una espiral de voces acuatiza en las nubes.
Yo vi el día solar en que murió la guerra
y puse mi reloj en el primer minuto.
Soy magro. La calavera
asoma a flor de piel;
dos hilachas de nieve atraviesan la calva;
tengo el amarillento de las hojas de octubre
y mucho escrito en el pergamino de las manos.
Pero siento elásticos los tendones
y tengo una legua de mirada.
Aquí estoy en los campos.
Bebí el último trago romántico
y el primer sorbo ultraísta.
Le di a la vida, instante por instante,
todo, todo y la noche extra sobre el cuadrante.
Con la voz de mis horas cantó ella;
lo que el camino me iba sembrando por los pies,
me florecía en la cabeza.
Amor: viví bastante
para encontrar de nuevo a mi primera novia
y tomada otra vez en su primera nieta.
Tuve un archivo;
lo he ido quemando.
Amo al Arte en el Poeta de Hoy,
bello como el atleta griego,
tallado de deportes,
que salta de la cama al estadio
y va a la plaza pública, donde el pueblo lo usa
para lanzarlo como un disco en la armonía de la mañana.
Creo en el poeta útil,
soberanamente altruista,
y aladamente extraterritorial,
cuyo canto higienizado
sea un surtidor de salud
que se respire como un temperamento.
Tengo ciento tres años,
firmes, como erecciones.
Recuerdo el día
en que fui injertado de la glándula taumaturga.
El cirujano
sembró en mí la astilla de eternidad.
Para injertarme
trajeron un gorila de timidez resuelta,
como la que da el ojo de un inmigrante joven.
Era un hermoso cuadrumano,
un segundón de selva
el hermano de leche de mi resurrección.
Al concluir el injerto,
quedé dormido.
Pero aquella misma noche
empecé a sentir a mi huésped moverse.
Se aclimataba a mis vías urbanas
con torpeza de criado pueblero.
Lo sentía saltar de rama en rama
hasta la copa de mi árbol circulatorio.
Lo sentía colgado por el rabo en mis nervios;
y al fin se fue asomando al sabor de mi boca
cuando la carne del balneario se desgajó sobre la arena.
Tengo ciento tres años,
firmes como erecciones,
y digo que la vida es buena de beberla.
Tengo cien hijos míos
y en mi próximo plano
seré el mejor logrado de mis nietos.
Tengo cien hijos míos
y uno que tuve en nombre de mi hermano el gorila,
porque puse en tenerlo mi pedazo de él.
Estoy de pie en los campos, esperando a mis hijos
para darles el santo y seña de mi vuelta.
Soy un siglo con erección de antena
y gozaré al sembrarme en el surco caliente.
Ese día —¡por fin!— la amada tierra y yo
acabaremos juntos.
Regresaré. El amor estará cosechado.
Encontraré plantada una selva de madres
y al dar mi canto nuevo a los cuatro horizontes
regresarán mis hijos, eternos de esperarme.
Andrés Eloy Blanco