POEMA CXXIV
Isla mía, ¡qué bella eres y qué dulce! Tu cielo es un cielo vivo, todavía con un color de ángel, con un envés de estrellas
Tu mar es el último refugio de los delfines antiguos y las sirenas desmaradas.
Vértebras de cobre tienen tus serranías y mágicos crepúsculos se encienden bajo el fanal de tu aire.
Descanso de gaviotas y petreles, avemaría de navegantes, antena de América: hay en ti la ternura de las cosas pequeñas y el señorío de las grandes cosas
Sigues siendo la tierra más hermosa que ojos humanos contemplaron. Sigues siendo la novia de Colón, la Benjamina bien amada, el paraíso encontrado.
Eres, a un tiempo mismo, sencilla y altiva como Hatuey; ardiente y casta como Guarina.
Eres deleitosa como las frutas de tus árboles, como la palabra de tu apóstol.
Hueles a pomarrosa y a jazmines; hueles a tierra limpia, a mar, a cielo.
Cuando te pintan en los mapas, a contraluz sobre ese azul intenso de litografía, pareces una fina iguana de oro, un manjuarí dormido a flor de agua.
Pero también pareces un arco entesado que un invisible sagitario blande en la sombra, apunta a nuestro corazón.
Isla grácil, te visten las auroras y las lluvias; te abanica el terral; te bailan los solsticios de verano.
Como diana libre y diosa, no quieres más diadema que la luna, ni más escudo que el sol naciente con tu palma real.
La mala bestia no medró en tus predios, y jamás ha muerto en ti un solo pájaro de frío.
Idílicas abejas pueblan de miel la urdimbre de tus frondas; allí vibra el zunzún desprendido del iris, y destilan música viva los sinsontes.
Escarcha de sal y de luceros, te duermes, isla niña, en la noche del trópico. Te reclinas blandamente en la hamaca de las olas.
Tienes la rosa de los vientos prendida a tu cintura; tus mayos están llenos de cocuyos; tus campos son de menta, y tus playas, de azúcar.
Varas de san José en trance de bodas, tórnanse todos los gajos secos clavados en tu tierra taumatúrgica. Roca de Moisés, todas tus piedras preñadas de surtidores.
Vela un arcángel tras cada zarza tuya, y una escala de Jacob se tiende cada noche para el hombre que duerme en paz sobre tu suelo.
Otra escala sutil es para él, el humo rosa del tabaco que le alegra las siestas y le aroma de sueños el camino.
Para el hombre hay en ti, isla clarísima un regocijo de ser hombre, una razón, una íntima dignidad de serlo.
Tú eres por excelencia la muy cordial, la muy gentil. Tú te ofreces a todos aromática y graciosa como una taza de café; pero no te vendes a nadie. Te desangras a veces como los pelícanos eucarísticos, pero nunca, como las sordas criaturas de las tinieblas, sorbiste sangre de otras criaturas.
Isla esbelta y juncal, yo te amaría aunque hubiera sido otra tierra mi tierra, pues también te aman los que bajaron del septentrión brumoso, o del vergel mediterráneo, o del lejano país del loto.
Isla mía, isla fragante, flor de islas: tenme siempre, náceme siempre, deshoja una por una todas mis fugas.
Y guárdame la última, bajo un poco de arena soleada... ¡a la orilla del golfo donde todos los años hacen su misterioso nido los ciclones!
Dulce María Loynaz de Castillo