NOCHE COMPARTIDA EN EL RECUERDO DE UNA HUIDA
Golpes en la tumba. Al filo de las palabras golpes en la tumba. Quien
vive, dije. Yo dije quién vive. Y hasta cuando esta
intromisión de lo externo en lo interno, o de lo menos interno
de lo interno, que se va tejiendo como un manto de arpillera sobre mi pobreza indecible.
No fue el sueño, no fue la vigilia, no fue el crimen, no fue el
nacimiento: solamente el golpear con un pesado cuchillo sobre la tumba
de mi amigo. Y lo absurdo de mi costado derecho, lo absurdo de un sauce
inclinado hacia la derecha sobre un río, mi brazo derecho, mi
hombro derecho, mi oreja derecha, mi pierna derecha, mi posesión
derecha, mi desposesión. Desviarme hacia mi muchacha izquierda
—manchas azules en mi palma izquierda, misteriosas manchas azules—,
mi zona de silencio virgen, mi lugar de reposo en donde me estoy
esperando. No, aún es demasiado desconocida, aún no
sé reconocer estos sonidos nuevos que están iniciando un
canto de queja diferente del mío que es un canto de quemada, que
es un canto de niña perdida en una silenciosa ciudad en ruinas.
¿Y cuántos centenares de años hace que estoy muerta y te amo?
Escucho mis voces, los coros de los muertos. Atrapada entre las rocas;
empotrada en la hendidura de una roca. No soy yo la hablante: es el
viento que me hace aletear para que yo crea que estos cánticos
del azar que se formulan por obra del movimiento son palabras venidas de mí.
Y esto fue cuando empecé a morirme, cuando golpearon en los cimientos y me recordé.
Suenan las trompetas de la muerte. El cortejo de muñecas de
corazones de espejo con mis ojos azul-verdes reflejados en cada uno de
los corazones. Imitas gestos viejos heredados. Las damas de
antaño cantaban entre muros leprosos, escuchaban las trompetas
de la muerte, miraban desfilar —ellas, las imaginadas— un cortejo
imaginario de muñecas con corazones de espejo y en cada
corazón mis ojos de pájara de papel dorado embestida por
el viento. La imaginada pajarita cree cantar; en verdad sólo
murmura como un sauce inclinado sobre el río
Muñequita de papel, yo la recorté en papel celeste,
verde, rojo, y se quedó en el suelo, en el máximo de la
carencia de relieves y de dimensiones. En medio del camino te
incrustaron, figurita errante, estás en el medio del camino y
nadie te distingue pues no te diferencias del suelo aun si a veces
gritas, pero ha tantas cosas que gritan en un camino ¿por
qué irían a ver qué significa esa mancha verde, celeste, roja?
Si fuertemente, a sangre y fuego, se graban mis imágenes, sin
sonidos, sin colores, ni siquiera lo blanco. Si se intensifica el
rastro de los animales nocturnos en las inscripciones de mis huesos. Si
me afinco en el lugar del recuerdo como una criatura se atiene a la
saliente de una montaña y al más pequeño
movimiento hecho de olvido cae —hablo de lo irremediable, pido lo
irremediable—, el cuerpo desatado y los huesos desparramados en el
silencio de la nieve traidora. Proyectada hacia el regreso,
cúbreme con una mortaja lila. Y luego cántame una
canción de una ternura sin precedentes, una canción que
no diga de la vida ni de la muerte sino de gestos levísimos como
el más imperceptible ademán de aquiescencia, una
canción que sea menos que una canción, una canción
como un dibujo que representa una pequeña casa debajo de un sol
al que le faltan algunos rayos; allí ha de poder vivir la
muñequita de papel verde, celeste y rojo; allí se ha de
poder erguir y tal vez andar en su casita dibujada sobre una página en blanco.
Alejandra Pizarnik