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HERMINIA

La pérdida de un hijo idolatrado.
La comprende el que un hijo ha sepultado

El Autor

              I

      Me diste un ángel ¡Dios mío!
  era su faz peregrina,
  un lampo de luz divina
  en mi horizonte sombrío.

      Su espíritu celestial
  brotó de mi corrupción,
  como la santa oración
  del labio de un criminal.

      Apareció ante mis ojos
  Herminia, bella, graciosa...
  era el botón de una rosa
  en mi corona de abrojos.

      En el corazón desierto
  brilló ese querub tan santo,
  como la gota de llanto
  sobre la tumba de un muerto.

      Mi hija nació entre aflicciones,
  velada por negra nube:
  le di todo lo que tuve...
  lágrimas y privaciones.

      De la mártir que bendigo,
  era su grande riqueza
  mi ridícula pobreza,
  y mi desnudez su abrigo.

      Con amargo desconsuelo
  recuerda mi mal profundo,
  que vino muy pobre al mundo,
  que volvió muy pobre al cielo.

      Dejad que mi culto rinda
  aunque el pesar me taladre;
  porque... no es amor de padre...
  era tan pobre... ¡tan linda!

      Tenía rizado el cabello,
  negros, divinos los ojos;
  los labios húmedos, rojos,
  y de paloma su cuello.

      Manos y pies elegantes...
  ¡si la hubierais conocido!...
  era un serafín vestido
  con harapos humillantes.

      Y ¿creéis que la hija mía,
  que fue mi postrer creencia,
  en medio de su inocencia
  mi gran amor comprendía?

      Al verme, ¡noble criatura!
  impaciente me llamaba,
  y en su mirar reflejaba
  indefinible ternura.

      Y yo sintiendo un extraño
  placer, que expresar no puedo,
  la alzaba con tanto miedo,
  cual si fuera a hacerle daño.

      Hija del alma querida
  ¡cuánto el alma te adoraba!...
  eras néclar que endulzaba
  la horrible hiel de la vida.

              II

  Era la prima noche: pesadumbre
vaga, oprimió mi corazón gastado,
y quise, contrariando la costumbre,
retirarme al hogar desmantelado.

  Abatido por negras impresiones,
llegué a mi casa, triste, displicente,
y al pisar los primeros escalones,
observé mucha luz y mucha gente.

  Subí... en el umbral me detenía
ignoro quién; pero al abrir la puerta
miré sobre una mesa a la hija mía;
y mi hija ¡santo Dios! ¡estaba muerta!

              III

      Sobre Herminia me arrojé,
  y con loco frenesí,
  su cadáver abracé,
  su yerta frente besé
  y su vestido mordí.

      Entretanto, mis sensibles
  pobres hijos, a porfía,
  lanzaban gritos horribles,
  y en convulsiones terribles
  la madre se retorcía.

      Con la cabeza abrumada,
  con el corazón crecido,
  con el alma traspasada.
  arrojé una carcajada
  que me dejó sin sentido.

      Yo, que he vivido sufriendo,
  en mis horas de quebranto
  estoy de risa muriendo.
  ¡Ay del que llora riendo,
  porque ya no tiene llanto!

              IV

  Horas después, aislado me encontraba
frente al cadáver yo... todos dormían;
el aullido de un perro molestaba,
el huracán furioso rebramaba
y las vidrieras al temblar crujían.

  Cuatro luces de cera, agonizantes,
con sus flamas siniestras oscilando
al impulso de vientos sollozantes,
avivaban sus brillos chispeantes
el fulgor de un incendio remedando.

  Con ansiedad ingente contemplaba,
de negras horas los pesados giros;
un temor vergonzoso me asaltaba,
y sentí que al hincharse reventaba
mi corazón, preñado de suspiros.

  Al rimbombar en su furor el cielo,
crispábanse mis nervios excitados;
si los ojos cerraba mi desvelo,
veía a través de un amarillo velo,
muchos rostros de niña, inanimados.

  Cruzaron por la mente mil visiones
aquella noche de crespón cubierta;
yo vi tumbas, y cruces y blandones;
y me inspiró cobardes impresiones
el severo semblante de la muerta.

  Aquel cuadro de horror me parecía
sueño fatal, y lúgubre y pesado:
la vista en torno sin cesar volvía,
y aun a veces creí que se movía
el cadáver de flores circundado.

  Las flores fueron para mí muy bellas;
pero al mirarlas junto al ángel yerto,
que hoy reside sin duda en las estrellas,
me chocaron las flores... todas ellas,
desde entonces... no sé... huelen a muerto.

              V

      Por fin, asomó la aurora
  su frente de rosicler;
  y cuando sus primitivos
  rayos inciertos miré,

      desfilaron poco a poco
  los fantasmas que en tropel
  hiciéronme aquella noche
  de pavor estremecer,

      cual estremece ai villano
  lo que el pavor le hace ver.
  En seguida las campanas
  oí monótonas tañer

      el toque de alba... ¡qué triste!
  qué triste ese toque es
  para el hombre a quien el día
  luto sólo ha de traer.

      Antes que el sol amarillo
  comenzara a aparecer,
  con respeto religioso
  y con suma timidez.

      a la preciosa cabeza
  de mi Herminia le corté
  un rizo de su cabello,
  que guardo y... no quiero ver.

      Sin que nadie me sintiera,
  tomé la puerta después,
  Y silencioso a la calle
  salí, sin saber a qué;

      porque siendo el ancho mundo
  tan extenso como es,
  me faltaba ¡cielo santo!
  con que alquilar esa vez

      un agujero en la tierra
  para sepultar en él,
  a la hija de mis entrañas,
  que tanto, tanto adoré.

    .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .
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              VI

      Pesares hay, en verdad,
  con que el alma descreída
  olvidando su impiedad,
  siente la necesidad
  de creer en otra vida.

      El mortal en su aflicción,
  humilla su frente al suelo
  y anonada su razón;
  que tales pesares son
  avisos que manda el cielo.

      Pesares, con que la loca
  soberbia depone el brío,
  y el ánima a Dios invoca;
  porque Dios con ellos toca
  el corazón del impío.

      Yo que la fe dejé atrás,
  y que si el dolor me aqueja,
  mi orgullo de Satanás
  siento crecer más y más,
  no di entonces una queja.

      Por la vez primera lleno
  de humildad, ante la muerte,
  bendije a Dios como bueno,
  y apuré todo el veneno,
  que me dio la negra suerte.

      Yo a mi hija encajoné;
  yo su inerte faz cubrí;
  yo al panteón la llevé,
  y ahí ¡cielos! la dejé
  en la fosa que elegí.

              VII

En el Campo Florido, ¡Dios eterno!
duerme cadáver la que fue tan bella:
la sombra escasa de arbolillo tierno
cubre su tumba anónima... En aquella
triste mansión de luto sempiterno,
el sepulcro más pobre es el de ella...
sin inscripción, sin mármoles, sin nada...
¿qué ha de tener mi hijita infortunada?

Antonio Plaza Llamas


Antonio Plaza Llamas

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