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FUNDACIÓN DE ANTOFAGASTA
1866

Entonces,
el mar
devoraba su ración de soledad.
En la costa
hablaban las arenas,
con su lengua de tiempo.
Se escuchaba el jadeo del sol
fatigado por los días.
Dulcemente,
la tierra le creaba un nido
en medio de sus llagas.
Todavía el hombre no inventaba las huellas
donde llora la sed,
todavía la piedra crecía desde el tiempo.
La sombra de las nubes adelgazaba el cielo.
Reían las aguas.

Juan López —El Chango—
mojó su corazón en estas olas
que el viento deshoja.
Desolados,
los terrales corrían por su frente.

Las gaviotas comenzaron a besarle.
Armó una carpa
en cuya puerta se detuvo el sol.
Llegaba a disputar al cobre sus enigmas,
a sembrar calles
y acomodar la tarde a sus ventanas.

Aquí, la primera esquina
dialogaría con la luna
y la primera parturienta
sería el primer jardín de la caleta.
Aquí, los niños
equivocarían el patio de sus casas,
jugando a los pies del horizonte.
Un ancla saltaría a las estrellas,
los vapores descargarían la distancia en esta rada,
le traerían hombres con el azar entre los dientes.
Aquí, pianos y locomotoras
cruzarían la noche con sus cantos,
la muerte y la cuchilla danzarían abrazadas.

Aquí,
los cerros
y las algas
formarían su familia.

Juan López tocó la tierra victoriosa de sal.
Le llamaron las vetas.
Juan López
levantó sus brazos:
¡una pala y un remo!

autógrafo

Andrés Sabella


«Pueblo del salar grande» (1954)

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