TRÍPTICO DE LA ALHAMBRA
III
EN LA ALCAZABA
El desnudo rigor castrense de estos muros,
tintos de herrumbre y llaga, sin inscripciones
que celebren su historia, mudos
en el adusto olvido de anónimos guerreros,
sólo consigue evocar la rancia rutina
de la guerra, esa muerte sin rostro,
ese cansado trajín de las armas,
las mañanas a la espera de las huestes
africanas, cuya algarabía ensordece
y abre paso a un pánico que pronto
ha de tornarse vértigo de ira sin esclusas
y así hasta cuando llega la noche
sembrada de hogueras, relinchos y susurros
que prometen para el alba un nuevo
y fastidioso trasiego con la sangre
que escurre en el piso como una savia
lenta, como un torpe y viscoso camino
de infortunio. Y un día un aroma de naranjos,
las voces de mujeres que bajan al río
para lavar sus ropas y bañarse,
el vaho que sube de las cocinas y huele
a cordero, a laurel y a especies capitosas,
el sol en las almenas y el jubiloso restallar
de las insignias, anuncian el fin de la brega
y el retiro de los imprevisibles sitiadores.
Y así un año y otro año
y un siglo y otro siglo,
hasta dejar en estos aposentos,
donde resuena la voz del visitante
en la húmeda penumbra sin memoria,
en estos altos muros oxidados de sangre
y liquen y ajenos también e indescifrables,
esa vaga huella de muchas voces,
de silencios agónicos, de nostalgias
de otras tierras y otros cielos,
que son el pan cotidiano de la guerra,
el único y ciego signo del soldado
que se pierde en el vano servicio de las armas,
pasto del olvido, vocación de la nada.
Álvaro Mutis