CITA
Para Eulalio y Rafaela
Camino de Salamanca. El verano
establece sobre Castilla su luz abrasadora.
El autobús espera para arreglar una avería
en un pueblo cuyo nombre ya he olvidado.
Me interno por callejas donde el tórrido
silencio deshace el tiempo en el atónito polvo
que cruza el aire con mansa parsimonia.
El empedrado corredor de una fonda
me invita con su sombra a refugiarme
en sus arcadas. Entro. La sala está vacía,
nadie en el pequeño jardín cuya frescura
se esparce desde el tazón de piedra
de la fuente hasta la humilde penumbra
de los aposentos. Por un estrecho pasillo
desemboco en un corral ruinoso
que me devuelve al tiempo de las diligencias.
Entre la tierra del piso sobresale
lo que antes fuera el brocal de un pozo.
De repente, en medio del silencio,
bajo el resplandor intacto del verano,
lo veo velar sus armas, meditar abstraído
y de sus ojos tristes demorar la mirada
en este intruso que, sin medir sus pasos,
ha llegado hasta él desde esas Indias
de las que tiene una vaga noticia.
Por el camino he venido recordando, recreando
sus hechos mientras cruzábamos las tierras labrantías.
Lo tuve tan presente, tan cercano,
que ahora que lo encuentro me parece
que se trata de una cita urdida
con minuciosa paciencia en tantos años
de fervor sin tregua por este Caballero
de la Triste Figura, por su lección
que ha de durar lo que duren los hombres,
por su vigilia poblada de improbables
hazañas que son nuestro pan de cada día.
No debo interrumpir su dolorido velar
en este pozo segado por la mísera incuria
de los hombres. Me retiro. Recorro una vez más
las callejas de este pueblo castellano
y a nadie participo del encuentro.
En una hora estaremos en Alba de Tormes.
¿Cómo hace España para albergar tanta impaciente
savia
que sostiene el desolado insistir de nuestra vida,
tanta obstinada sangre para amar y morir según enseña
el rendido amador de Dulcinea?
Álvaro Mutis