UNA CALLE DE CÓRDOBA
Para Leticia y Luis Feduchi
En una calle de Córdoba, una calle como tantas, con sus tiendas de postales y artículos para turistas,
una heladería y dos bares con mesas en la acera y en el interior chillones carteles de toros,
una calle con sus hondos zaguanes que desembocan en floridos jardines con su fuente de azulejos
y sus jaulas de pájaros que callan abrumados por el bochorno de la siesta,
uno que otro portón con su escudo de piedra y los borrosos signos de una abolida grandeza;
en una calle de Córdoba cuyo nombre no recuerdo o quizá nunca supe,
a lentos sorbos tomo una copa de jerez en la precaria sombra de la vereda.
Aquí y no en otra parte, mientras Carmen escoge en una tienda vecina las hermosas chilabas que regresan
después de cinco siglos para perpetuar la fresca delicia de la medina en los tiempos de Al-Andalus,
en esta calle de Córdoba, tan parecida a tantas de Cartagena
de Indias, de Antigua, de Santo Domingo o de la derruida Santa María del Darién,
aquí y no en otro lugar me esperaba la imposible, la ebria certeza de estar en España.
En España, a donde tantas veces he venido a buscar este instante, esta devastadora epifanía,
sucede el milagro y me interno lentamente en la felicidad sin término
rodeado de aromas, recuerdos, batallas, lamentos, pasiones sin salida,
por todos esos rostros, voces, airados reclamos, tiernos, dolientes ensalmos;
no sé cómo decirlo, es tan difícil.
Es la España de Abu-l-Hassan Al-Husri, «El ciego», la del bachiller Sansón Carrasco,
la del príncipe Don Felipe, primogénito del César, que desembarca en Inglaterra todo vestido de blanco,
para tomar en matrimonio a María Tudor, su tía, y deslumbrar con sus maneras y elegancia a la corte inglesa,
la del joven oficial de albo coleto que parece pedir silencio en Las lanzas de Velázquez;
la España, en fin, de mi imposible amor por la Infanta Catalina Micaela, que con estrábico asombro
me mira desde su retrato en el Museo del Prado,
la España del chófer que hace poco nos decía:
«El peligro está donde está el cuerpo».
Pero no es sólo esto, hay mucho más que se me escapa.
Desde niño he estado pidiendo, soñando, anticipando,
esta certeza que ahora me invade como una repentina temperatura, como un sordo golpe en la garganta,
aquí en esta calle de Córdoba, recostado en la precaria
mesa de latón mientras saboreo el jerez
que como un ser vivo expande en mi pecho su calor generoso, su suave vértigo estival.
Aquí, en España, cómo explicarlo si depende de las palabras y éstas no son bastantes para conseguirlo.
Los dioses, en alguna parte, han consentido, en un instante de espléndido desorden,
que esto ocurra, que esto me suceda en una calle de Córdoba,
quizá porque ayer oré en el Mihrab de la Mezquita, pidiendo
una señal que me entregase, así, sin motivo ni mérito alguno,
la certidumbre de que en esta calle, en esta ciudad, en los
interminables olivares quemados al sol,
en las colinas, las serranías, los ríos, las ciudades,
los pueblos, los caminos, en España, en fin,
estaba el lugar, el único e insustituible lugar en donde todo se
cumpliría para mí
con esta plenitud vencedora de la muerte y sus astucias, del
olvido y del turbio comercio de los hombres.
Y ese don me ha sido otorgado en esta calle como tantas
otras, con sus tiendas para turistas, su heladería, sus bares,
sus portalones historiados,
en esta calle de Córdoba, donde el milagro ocurre, así, de
pronto, como cosa de todos los días,
como un trueque del azar que le pago gozoso con las más negras horas de miedo y mentira,
de servil aceptación y de resignada desesperanza,
que han ido jalonando hasta hoy la apagada noticia de mi vida.
Todo se ha salvado ahora, en esta calle de la capital de los
Omeyas pavimentada por los romanos, en donde el Duque de Rivas moró en su palacio de catorce
jardines y una alcoba regia para albergar a los reyes nuestros señores.
Concedo que los dioses han sido justos y que todo está, al fin, en orden.
Al terminar este jerez continuaremos el camino en busca de
la pequeña sinagoga en donde meditó Maimónides
y seré, hasta el último día, otro hombre o, mejor, el mismo
pero rescatado y dueño, desde hoy, de un lugar sobre la tierra.
Álvaro Mutis