EL MIEDO
Bandera de ahorcados, contraseña de barriles, capitana del desespero, bedel de sodomía, oscura sandalia que al caer la tarde llega hasta mi hamaca.
Es entonces cuando el miedo hace su entrada.
Paso a paso la noche va enfriando los tejados de cinc, las cascadas, las correas de las máquinas, los fondos agrios de miel empobrecida.
Todo, en fin, queda bajo su astuto dominio. Hasta la terraza sube el olor marchito del día.
Enorme pluma que se evade y visita otras comarcas.
El frío recorre los más recónditos aposentos.
El miedo inicia su danza. Se oye el lejano y manso zumbido de las lámparas de arco, ronroneo de planetas.
Un dios olvidado mira crecer la hierba.
El sentido de algunos recuerdos que me invaden, se me escapa dolorosamente: playas de tibia ceniza, vastos aeródromos a la madrugada, despedidas interminables.
La sombra levanta ebrias columnas de pavor. Se inquietan los písamos.
Sólo entiendo algunas voces.
La del ahorcado de Cocora, la del anciano minero que
murió de hambre en la playa cubierto inexplicablemente por brillantes hojas de plátano; la de los huesos de mujer hallados en
la cañada de La Osa; la del fantasma que vive en el horno del trapiche.
Me sigue una columna de humo, árbol espeso de ardientes raíces.
Vivo ciudades solitarias en donde los sapos mueren de sed.
Me inicio en misterios sencillos elaborados con palabras transparentes.
Y giro eternamente alrededor del difunto capitán de cabellos de acero. Mías son todas estas regiones, mías son las agotadas familias del sueño. De la casa de los hombres no sale una voz de ayuda que alivie el dolor de todos mis partidarios.
Su dolor diseminado como el espeso aroma de los zapotes maduros.
El despertar viene de repente y sin sentido. El miedo se desliza vertiginosamente para tornar luego con nuevas y abrumadoras energías.
La vida sufrida a sorbos; amargos tragos que lastiman hondamente, nos toma de nuevo por sorpresa.
La mañana se llena de voces:
voces que vienen de los trenes
de los buses de colegio
de los tranvías de barriada
de las tibias frazadas tendidas al sol
de las goletas
de los triciclos
de los muñequeros de vírgenes infames
del cuarto piso de los seminarios
de los parques públicos
de algunas piezas de pensión
y de otras muchas moradas diurnas del miedo.
Álvaro Mutis