CARLOS ARTURO TORRES
A Ismael. E. Arciniegas
En la poesía española hay dos maestros de la poesía filosófica y social, a quienes el Señor Torres rinde merecido homenaje: son Quintana y Núñez de Arce. En los últimos tiempos de exageración de la escuela decadente, ha sido moda entre los partidarios de los nuevos procedimientos artísticos, el afectar desdén por estos poetas, que dieron las notas más altas del lirismo español en las postrimerías de los siglos xviii y xix, respectivamente. Pero esta preterición injusta no hará descender un punto del lugar culminante que ocupan, a estos dos egregios artífices de la lengua castellana, que dieron al período poético una rotundidad y una arrogancia desusadas. Quizá ningún poeta europeo de la centuria decimoctava, emuló a Quintana en el arranque y brío con que cantó el imperio de la razón, el triunfo de la ciencia, el filosofismo humanitario, todo aquello en que creyó, o con que soñó, la generación educada en las páginas de la Enciclopedia. Poesía monocorde, ajena a los sentimientos blandos y suaves, pero grande en su austeridad, y sublime cuando la inspiración patriótica pasa por sus recias estrofas, haciéndolas resonar como bosque de encinas sagradas, sacudidas por la tempestad. Núñez de Arce es más humano, está más próximo a nosotros. Sus versos cuentan las angustias de una generación inquieta y atormentada que vacila entre la fe antigua, consoladora de las almas, y la ciencia flamante, que dice a sus adeptos: ¡si creéis en mí, seréis como dioses! Núñez de Arce ve avanzar con terror la ola materialista, engendradora de brutales revoluciones, y quiere, con desesperado esfuerzo, poner en salvo los sacros penates de las creencias cristianas. Sus versos tienen broncíneas vibraciones, pero su timbre metálico se suaviza con los tonos delicados del sentimiento, con el rumor patético de los sollozos. El señor Torres no ha imitado a estos maestros, pero tiene de ellos el lenguaje oratorio, el período rotundo, la viril robustez de los versos. Su obra poética es muy varia, mas no puede negarse que lo que le da carácter propio, lo que la distingue de las producciones de los más inspirados poetas de la generación a que pertenece, es la tendencia al simbolismo filosófico, es su preocupación por los temas de trascendencia social. El poeta se presenta como heraldo de la justicia, de la libertad, del derecho; y confía en que estos ideales imperarán en el mundo, a medida que el género humano se purifique de la vieja escoria de heredados errores; y como término de dolorosa peregrinación, escale las cimas de la verdad y del bien. El poeta da pruebas de un idealismo generoso, pero vago porque no se apoya en la base de una convicción religiosa definida. Grande es el poder civilizador de la ciencia, mas ella sola no bastará para la redención moral de los hombres. Entre el grupo de poesías filosóficas, hay dos que me parecen destacarse sobre todas: El Cáliz, en que al describir la agonía de Cristo en el huerto, ensalza el poeta la eficacia purificante é infinita del dolor; esta página breve pero de grande intensidad de pensamiento, no sería indigna de figurar en "Las Contemplaciones". La otra pieza es la extensa meditación titulada La Abadía de Westminster, en que predomina una vigorosa inspiración sociológica. La primera parte, en que se describe el venerable monumento gótico, panteón de las glorias inglesas, es, como ejecución, lo más perfecto quizá que ha escrito el poeta. Y el resto, en que expone la teoría darwiniana de la selección y la aplicación que de ella ha hecho el imperialismo británico, a fin de dominar a los pueblos débiles é inadaptados, es un esfuerzo generoso para dar a una exposición doctrinal el vuelo libre, el carácter imaginativo de la poesía lírica. Casi siempre triunfa; y si hay una u otra frase menos feliz, debe reconocerse que Torres no ha tenido las caídas de otros poetas americanos, algunos tan ilustres como Manuel Acuña y Olegario Andrade, quienes humillaron la entonación de algunos de sus cantos con frases del vocabulario prosaico del periodismo político. Quiero, para amenizar un poco esta fatigosa disertación, recordaros algún breve trozo de La Abadía de Westminster.
A solas recorría, con paso grave y tardo,
Los claustros y las naves que alzó el primer Eduardo:
Allí de reyes y héroes el postrimer asilo,
¡Cuán mudo, cuán sombrío, cuán triste y cuán tranquilo!
La luz se filtra apenas por vidrios de colores
y a los solemnes sones, lentos, evocadores
del órgano, reviven los tiempos medioevales
en que alzó la fe ignara las vastas catedrales.
Allí los reyes yacen en túmulos augustos,
que ostentan sus estatuas en arreos adustos;
el blasonado escudo al brazo, y en la diestra
la espada, como prestos a entrar en la palestra.
Ora efigies de vírgenes, de pálidas estáticas,
flores de un sueño triste, misteriosas, hieráticas;
ora estatuas yacentes de reinas ya difuntas
ha siglos, sobre el pecho las blancas manos juntas,
en los marmóreos tálamos las formas extendidas,
donde grabó un artista la historia de sus vidas,
ornada con diademas de piedra la cabeza,
soñando el sueño eterno de amor y de belleza!
La altiva Catarina, la candida Eleonora,
La virgen de Occidente, soberbia y triunfadora,
Y faz a faz su víctima, la inspiración del bardo,
La amante, la cantada, la incomparable Estuardo,
Hermosa aun en sus faltas, amada con delirio,
Deidad que el amor hizo, que consagró el martirio,
y pasa por la historia como una Silfa blanca
que lágrimas y cantos al universo arranca!
En su obra poética ha concentrado Torres lo más puro de su pensamiento. Completan su fisonomía literaria, sus bellas traducciones de insignes poetas modernos, sus libros en prosa Estudios ingleses e Idola Fori. Por estos trabajos y por su manera periodística, bien podemos aplicarle el calificativo que él da a Morley de “el literato de la política”. Su temperamento de luchador no le permitiría encerrarse en la torre de marfil de Vigny; y en efecto, desde su primera juventud ha tomado participación intensa en las contiendas políticas, pero aun al dar o recibir los más recios mandobles, ha sabido conservar la apostura estética; y en sus más ardientes editoriales se ve la huella del amante de la belleza. Torres se formó en época de grande intransigencia sectaria, pero la experiencia adquirida con los años y su estancia en Inglaterra, le han permitido decantar sus ideas, ampliar el horizonte de su visión política, adquirir cierta serenidad de criterio que los partidos no siempre comprenden ni aplauden, pero que permite el acercamiento de los espíritus superiores. Carlos Arturo Torres responde dignamente en Colombia al esfuerzo que realiza en otro extremo de la América José Enrique Rodó, otro profesor de idealismo, otro apóstol de la tolerancia, otro fustigador de la propaganda jacobina, y artista, además, que nos ha dado en Ariel, una de las cosas más bellas de la literatura contemporánea. La tendencia ecléctica que representan Torres, Rodó, García Calderón y otros escritores americanos, significa un avance, con relación a las negaciones radicales de otras escuelas; y debemos desear, los que admiramos el talento de estos publicistas, que en su camino ascensional, lleguen hasta donde extiende sus brazos el signo redentor, clave única del enigma de la creación. ¿Por qué no? Cuando el hombre traspone la cumbre de la juventud, que alegran reflejos de ilusiones, y empieza a gustar la inanidad y futileza de todo lo que sale de manos caducas, se va desencantando del trato exclusivo con la razón, y se inclina a poner más firme confianza en el poder del sentimiento. Una voz misteriosa, con inflexiones maternales, murmura a su oído “sursum”, y entonces, cuando levanta la vista para interrogar al cielo, suele hacer lo que el viajero nocturno de estas alturas andinas, cuando al explorar con mezcla de terror y de arrobamiento el espacio sin límites, vuelve por instinto los ojos allá donde brillan las cuatro estrellas simbólicas de la Cruz austral, como señalando la puerta de la mansión “de oro y luz labrada” donde hallará la paz en el goce de la suprema sabiduría.
He dicho.
Antonio Gómez Restrepo