LAS OREJAS
(A mi hija Paz)
El ángel de mi amor, la hijita mía,
la beldad entre todas las beldades,
que no cuenta dos meses todavía,
y entró al mundo de tantas vanidades.
¿Qué tormenta en mi nido se desata?
¿a qué entrar y salir viejas y viejas?
Pero vamos, por fin ¿de qué se trata?
Pues de abrirle a la niña las orejas!
Y yo que siempre, con empeño vivo,
estudio de la vida el triste coro,
en mi cuarto me encierro pensativo
medito, escucho, me contengo y lloro...
El dolor, gritos a la niña arranca
al sentir las punzadas de la aguja
y ya imagino en su orejita blanca,
teñida de carmín, una burbuja.
¡Qué salvajes! Exclamo: ¡Malas viejas!
¡Qué sociedad tan torpe! ¡Qué locuras!
¡Para ponerles oro en las orejas
las orejas punzarle a las criaturas!
Y después, exclamamos: «Infelices»
y reímos si cuentan los vejetes
que hay salvajes que horadan sus narices
para colgar de allí, piedras y aretes.
Mas me saca de tal razonamiento
la madre, que al querub el seno brinda,
y antes me muestra al ángel de mi cuento
diciendo: «Ya pasó: ¡mira qué linda!»
Y llega el serafín de mis amores
que el corazón me tuvo hecho pedazos
y aún suspira en los últimos dolores
y me mira pidiéndome los brazos.
Hijita de mi amor. ¿Lloras? ¿No ríes?
y mi labio se posa en un segundo
sobre aquellos dos líquidos rubíes
los más hermosos que encontré en el mundo!
Enero 16 de 1899
Alejandro A. Flórez