AL BIOBÍO
EN EL ÁLBUM DE LA SEÑORA DOÑA DELFINA PINTO DE ROSAS
¡Quién pudiera, Biobío,
pasar la existencia entera
en un boscaje sombrío
de tu encantada ribera!
Una cabaña pajiza,
donde viese tu onda pura,
que callada se desliza
entre frondosa verdura,
donde, en vez del movimiento
de políticos vaivenes,
susurrar oyese el viento,
entre robles y maitenes,
Y escuchase la alborada
que en no aprendida armonía,
canta el ave en la enramada
saludando al nuevo día;
una pajiza cabaña,
en que gozase el reposo
de la paz que nunca engaña,
ni envidiado ni envidioso;
más grata, en verdad, me fuera
que una confusa Babel,
donde en pos de una quimera
corren todos en tropel,
do deslealtad y falsía
cercan el trémulo altar
que a los ídolos de un día
alza el aura popular.
¡Oh feliz, oh dulce calma,
paraíso de la tierra!
¿vale más que tú la palma
del saber o de la guerra?
Verdad, no lisonja, quiero;
verdad sencilla, desnuda;
no el aplauso vocinglero,
que a la fortuna saluda;
quiero en mis postreros años
decir a ese bien fingido:
¡Adiós! no más desengaños;
a los que olvidan, olvido.
Otros en loco tumulto
llamen dicha al frenesí;
yo en el rincón más oculto
quiero vivir para mí.
Pero ¿a dónde en arrebato
impensado me extravío?
Para otro asunto más grato
te invocaba, Biobío.
Por tus verdes campos gira
una amable forastera,
y los aromas respira
que embalsaman tu ribera.
Cerca de ti su mansión
tiene la bella Delfina;
la de noble corazón,
la de gracia peregrina.
Yo la vi, pimpollo hermoso,
que, con su beldad temprana,
tuvo a Santiago orgulloso,
en su primera mañana.
Vila en cerrado vergel
joven planta, que atesora
lozano brillo, y con él
a los vientos enamora.
Vino tormenta sañuda,
corro la que en duro embate
al verde bosque desnuda,
y hermosa arboleda abate.
Casi (¡ay Dios!) su primavera
la vio morir, y agostada
la tuvo la Parca fiera,
y la lloré malograda.
Pero al modo que se eleva,
cuando el huracán se calma,
con vigor y vida nueva,
una destrozada palma,
Volvió mi Delfina así,
a beber el aura pura;
y correr las Gracias vi
a retocar su hermosura.
Hija la he visto amorosa
en la morada paterna,
y luego adorada esposa,
y madre ya, dulce y tierna;
y siempre cabal modelo
de amabilidad serena,
ángel bajado del cielo
a nuestra mansión terrena.
Tal es la beldad que ahora
gozas, orgulloso río,
y la que Mapocho llora
en ajeno poderío.
Que te desveles por ella
te ruego; en diario tributo
ríndele la flor más bella,
y el más sazonado fruto.
Al llevarla el blando ambiente
del jazmín y el azahar,
de su viejo amigo ausente
hazla el nombre recordar.
Pero no con lazo eterno
presumas que la encadenes;
la llama el hogar paterno;
prestado tesoro tienes.
Y harás de la deuda pago,
y volveremos a verla,
y se gozará Santiago
en su enajenada perla.
Andrés Bello
Incluido en Poesías Andrés Bello; prólogo de Fernando Paz Castillo, en www.cervantesvirtual.com