EL ENGAÑO
Es estar engañado estar más muerto.
Así tal vez levanta ahora la mano
¿y mira algún ramillete de flores?
N o; olvidado, extremado, rancio un perfume ahí hubo.
Y fina a solas.
Otro ramo, de cartas
—si ramo son papeles, crujidos secos u hojas—,
es lo que está en su mano.
Ramo de flores blancas, de céreas flores muertas sin perfume,
que un día aquí exhalaran poder y brillo, y hechizaron.
Estos pétalos duros de donde se fue el olor, ahora la mano alza, y ya no espera.
Saber, sabe, y olvida. Huele... No a ayer, mañana cierto,
que es hoy fugado. Entre los vidrios quietos,
tras pesadas cortinas, quizá cerca, a los pies, un fuego bajo,
está esta rama, extrema del invierno, '
hielo quizá acabándose.
Los ojos no se posan sobre las letras frías,
ni intentan ya mirar los bordes muertos.
La mano es lenta, huesuda y muestra
allí los hilillos de sombra más que sangre
y las manchas que el tiempo fue dejando, indelebles.
Esa bata, quizá seda, quizá su hilaza ardida,
cubre como unos palos agotados
puestos en pie un instante entre dos luces.
Esa vieja pantalla
grecas dibuja sobre el hueco triste:
allí el ojo no brilla, y la ceja revuelta es la última batalla
de una rara pelambre: sola vida.
No es tos, solo un pañuelo
sobre el exangüe filo, y algo convulso duda
y es su modo de estar, de aún ser, si ser es yerro.
Todo es error. Desde esas hojas frías,
mudos engaños que un ayer mintieron
cuando un «te amo», «¿me esperas?», «oh, sin ti...» no eran voces,
hasta estas frescas heces, cenizas postrimeras que aún enseñan cual sombra
palabras, que esa mano como moscas espanta. Oxear... Ya no hay fuerzas.
Este varón tranquilo: palos tristes cruzados o vestidos
—solo mano desnuda—,
con sus pétalos postumos aquí muerto ha doblado.
Secas flores, papeles que ruedan, sin perfume,
para el que, muerto, muere, sin tener nunca vida.
Vicente Aleixandre