EL ÁLAMO
En el centro del pueblo
quedaba el árbol grande.
Era una plaza mínima,
pero el árbol viejísimo
la desbordaba entera.
Las casas bajas como animales tristes
a su sombra dormían. Creeríase
que a veces levantaban una cabeza, alzasen
una noble mirada y viesen aquel cielo de verdor
que hacía música o sueño.
Todo dormía, y vigilante alzaba
su grandeza el gran álamo.
Diez hombres no rodearían su tronco.
¡Con cuánto amor lo abrazarían midiéndolo!
Pero el árbol, si fue en su origen (¿quién lo
sabría ya?)
una enorme ola de tierra que desde un fondo reventó, y quedose,
hoy es un árbol vivo. Abuelo siempre vivo del pueblo, augusto
por edad y presencia.
A su sombra yacen las casas, viven,
se despiertan, se abren: salen los hombres, luchan,
trabajan, vuelven, póstranse. Descansan.
A veces vuelven y allí cobijan su postrer aliento.
Bajo el árbol se acaban.
El pueblo está en la escarpa de una sierra.
Arriba la Najarra,
Abajo la llanura, como una sed enorme de perderse.
Despeñado, colgante, quedó el pueblo agrupado bajo el
árbol.
Quizá contenido por él sobre el abismo.
Y sus hombres se asoman
en su materia pobre desde siglos
y echan sus verdes ojos, sus miradas azules,
sus dorados reflejos, sus limpios ojos claros u oscurísimos,
ladera abajo, hasta rodar en la llanura insomne
y perderse a lo lejos, hasta el confín sin límites que
brilla
y finge un mar, un puro mar sin bordes.
El árbol:
un álamo negro, un negrillo, como allí se nombra.
El álamo: «Vamos al álamo». «Estamos en
el álamo». Todo es álamo.
Y no hay ya más que álamo, que es el único cielo
de estos hombres.
Vicente Aleixandre