ASCENSIÓN DEL VIVIR
Aquí tú, aquí yo: aquí nosotros. Hemos
subido despacio esa montaña.
¿Cansada estás, fatigada estás? «¡Oh,
no!», y me sonríes. Y casi con dulzura.
Estoy oyendo tu agitada respiración y miro tus ojos.
Tú estás mirando el larguísimo paisaje profundo
allá al fondo.
Todo él lo hemos recorrido. Oh, sí, no te asombres.
Era por la mañana cuando salimos. No nos despedía nadie.
Salíamos furtivamente,
y hacía un hermoso sol allí por el valle.
El mediodía soleado, la fuente, la vasta llanura, los alcores,
los médanos;
aquel barranco, como aquella espesura; las alambradas, los espinos,
las altas águilas vigorosas.
Y luego aquel puerto, la cañada suavísima, la siesta en
el frescor sedeño.
¿Te acuerdas? Un día largo, larguísimo; a
instantes dulces: a fatigosos pasos; con pie muy herido:
casi con alas.
Y ahora de pronto, estamos. ¿Dónde? En lo alto de una
montaña.
Todo ha sido ascender, hasta las quebradas, hasta los descensos, hasta
aquel instante que yo dudé y rodé y quedé
con mis ojos abiertos, cara a un cielo que mis pupilas de vidrio no
reflejaban.
Y todo ha sido subir, lentamente ascender, lentísimamente
alcanzar,
casi sin darnos cuenta.
Y aquí estamos en lo alto de la montaña, con cabellos
blancos y puros como la nieve.
Todo es serenidad en la cumbre. Sopla un viento sensible, desnudo de
olor, transparente.
Y la silenciosa nieve que nos rodea
augustamente nos sostiene, mientras estrechamente abrazados
miramos al vasto paisaje desplegado, todo él ante nuestra vista.
Todo él iluminado por el permanente sol que aún alumbra
nuestras cabezas.
Vicente Aleixandre