DEL ENGAÑO Y RENUNCIA
No eres tú la misma que siempre me ha rodeado ocultándome
el camino más claro para llegar al fondo. No eres tampoco la
emancipación a que asirse, cuando pasan las brumas en viaje
lento de superficie, rozando las mejillas como una confesión de
pereza, entre falsos terciopelos y sonrisas ocultas de
desfallecimiento. No pretendas envolverme en tus sutiles perfidias
mostrándome la mano ensortijada en vedijas de viento, mientras
tus ojos fulguran sin sueño, descubriendo el esqueleto
frío y seco de su cielo profundo ennegrecido. En el fondo de ti
misma los pensamientos yacen bajo las piedras, ocultos como vidrios de
color ignorados, y yo siento sobre mi piel sus destellos como aparentes
confesiones de un mañana vecino, del hallazgo precioso que me
hará romper en sollozos muy fuertes, sobre la tierra abierta a
mis culpas más claras. A tu hermosa agonía sin latido.
Tú eres, bellísima, como el hermoso monte que se levanta
de hierba superflua, escondiendo su rudimentario soporte. Como esas
claras lagunas que mienten a los picos de los pájaros un licor
para su bello plumón, y que luego no son más que pechos
desgarrados, pobre sangre cuajada que se resquebraja en grietas al
encuentro de las sedientes suplicaciones. ¡Oh bello
encantamiento! Magnífica soledad de mi cuerpo aterido sobre la
base recia de la pulimentada realidad, de la impenetrable tirantez de
la luna pasajera, que permanece y no rifa su hostilidad para nadie,
sino que se me entra por el bolsillo más fácil,
sajándome con su disco ligero una exacta cantidad de mí
mismo, la justa para perder la preocupación de la aurora y
pensar que la estrella es un mar ya sin pájaros que radica en el
fondo, como un árbol que floreciese en silencio. ¡Oh
hermosura de este destino de sombra y luz!
Yo comprendo que el destino pasajero es echar pronto las yemas al aire,
impacientar el titilar de las luces ante la esperanza del fruto redondo
que ha de albergarse en el aire, para que este le acaricie sus
fronteras, solamente sus límites, sin que su hueso dulce
entreabra su propia capacidad de amor, blanco, lechoso, ignorante, y
nos muestre sus suspicacias como una interrogación que creciese
de alambre hasta rematar su elástica curva. ¿Dónde
mi nitidez, mi fondo de verdad, mi bruñido surgir que gime casi
en arpa al eólico sollozo de la carne; sin brazos, pero con su
lata viva rematada en su signo, enroscada a sí misma como la
pensativa quietud de la cobra que ha olvidado la fuerza de sus
músculos? Yo tengo un brazo muy largo, precisamente redondo, que
me llega hasta el cuello, me da siete vueltas y surte luego ignorando
de dónde viene, recién nacido, presto a cazar
pájaros incogibles. Yo tengo una pierna muy larga, que arranca
del tronco llena de viveza, y que después de darle, como una
cinta, siete vueltas a la tierra, se me entra por los ojos,
destruyéndome todas las memorias, construyéndome una
noche quieta en la que las sendas todas han convergido hasta el centro
de mi ombligo. Yo soy un aspa de caminos que me lleva a mí
mismo, hincándose en tierra como una flor que creciese hacia
abajo, dejando el cielo venturoso en la nuca. Soy, sí, soy la
esperanza de luz en mi ser, como el caballo que levanta con sus cascos
el camino roto en fragmentos que ya no podrán volver a
encontrarse. Si termino ocultando este beso último a la sombra
plana que está aquí tendida, no me vais a creer. Dejadme
entonces que a la luz de la roja candela crepitante yo recorra los
límites con mis labios, repasando las solas fronteras a que
puedo alargarme, los filos que no me hieren de este hermoso cuerpo
acostado de dos dimensiones.
Acabaré besando las rodillas como un papel para cartas con luto
en que escribir mi renuncia, mi despedida última, que no flamee
como bandera, sino que permanezca acostada hasta que se seque bajo la
brisa templada que estoy sintiendo crecer en las raíces de mis
miradas sin punta.
Vicente Aleixandre