EL MONO Y EL TITIRITERO
El fidedigno padre Valdecebro,
que en discurrir historias de animales
se calentó el cerebro,
pintándolos con pelos y señales;
que en estilo encumbrado y elocuente
del unicornio cuenta maravillas,
y el ave fénix cree a pie juntillas
(no tengo bien presente
si es en el libro octavo o en el nono),
refiere el caso de un famoso mono.
Éste, pues, que era diestro
en mil habilidades, y servía
a un gran titiritero, quiso un día,
mientras estaba ausente su maestro,
convidar diferentes animales
de aquellos más amigos,
a que fuesen testigos
de todas sus monadas principales.
Empezó por hacer la mortecina;
después bailó en la cuerda a la arlequina,
con el salto mortal y la campana:
luego el despeñadero,
la espatarrada, vueltas de carnero,
y al fin, el ejercicio a la prusiana.
De estas y de otras gracias hizo alarde,
mas lo mejor faltaba todavía,
pues imitando lo que su amo hacía,
ofrecerles pensó, porque la tarde
completa fuese, y la función amena,
de la linterna mágica una escena.
Luego que la atención del auditorio
con un preparatorio
exordio concilió, según es uso,
detrás de aquella máquina se puso;
y durante el manejo
de los vidrios pintados,
fáciles de mover a todos lados,
las diversas figuras
iba explicando con locuaz despejo.
Estaba el cuarto a oscuras,
cual se requiere en casos semejantes;
y aunque los circunstantes
observaban atentos,
ninguno ver podía los portentos
que con tanta parola y grave tono
les anunciaba el ingenioso mono.
Todos se confundían, sospechando
que aquello era burlarse de la gente.
Estaba el mono ya corrido, cuando
entró maese Pedro de repente,
e informado del lance, entre severo
y risueño, le dijo: «Majadero,
¿de qué sirve tu charla sempiterna,
si tienes apagada la linterna?»
Perdonadme, sutiles y altas musas,
las que hacéis vanidad de ser confusas:
¿Os puedo yo decir con mejor modo
que sin la claridad os falta todo?
Sin claridad no hay obra buena.
Tomás de Iriarte