ALMAS PARALÍTICAS
IV
Al entrar, el emparrado
que extiende sus brazos trémulo
a lo largo del dintel
granítico y plateresco,
con sus cien lenguas que hablan
por lo bajo con el viento,
parece que me saluda
afable. Yo hacia él me vuelvo
y le digo: —buenas tardes,
buenas tardes mi buen viejo.—
Y él solloza, se estremece
de amor y agradecimiento;
y, con su tronco rugoso
que temblequea decrépito,
es un valetudinario
campesino, picaresco,
de esos que saben historias
antiguas, antiguos cuentos,
y acarician la cabeza
juguetona de los nietos,
arrimados a la lumbre
en las veladas de invierno.
Ramón Pérez de Ayala