EL MÚSICO Y EL POETA
Al distinguido joven violinista Jesús Buitrago.
Mudo poeta, préstame tu lira,
Porque los raptos que su magia inspira,
Ella, y sólo ella, puede hacer sentir.
Mi nota es la palabra, torpe y lenta;
La tuya, como el rayo en la tormenta,
Hiere al nacer, disípase al herir.
Músico, al escucharte, yo me siento:
Dudo si estoy oyendo tu instrumento
O escuchando mi propio corazón;
Que es aquél tan simpático y tan fuerte,
Que en corazón de todos se convierte,
Y a cada cual traduce su pasión.
Si yo el laúd de Calderón pulsara
Vieras que embelesado lo trocara
Por tu deliciosísimo laúd.
El músico es más ángel que el poeta:
Su lengua es de alma, universal, completa;
Siempre casta su voz cual la virtud.
Mensajero del cielo vuelve al cielo
Sin dejar otra huella que un consuelo,
Un dolor encantado, una ilusión.
¡Piadosa, innata, etérea e infinita,
Por prenda suya, oh música bendita,
Dios te dejó al concluir la creación!
Tu con todas las almas armonizas,
Y todos los dolores divinizas,
Y amansas toda cólera mortal.
Eterno iris de paz sobre la tierra,
En tu armonía el símbolo se encierra
De todo amor, de todo bien cabal.
Por eso te prefiero y te bendigo,
Músico, y eres mi mejor amigo,
Y mis horas más bellas tuyas son.
Tú eres único intérprete en el mundo
De las tormentas que hay en lo profundo
De mi no adivinado corazón.
Y tú, joven artista, no desmayes;
Tú que has robado sus dolientes ayes
A todo lo que vive en torno a ti:
Al ángel en la cuna su quejido,
Al león en la cueva su rugido,
Al indio su quejoso yaraví;
Y a la niña en amores primeriza,
La mal cubierta, enajenada risa
Con que responde al beso que le dan;
Y a la miedosa noche oscura y fría
La inextricable y triste algarabía
De espíritus que vienen y que van;
Y al corazón, demonio entre cadenas,
El hirviente bramido de sus penas,
O el suspiro sin eco de su amor:
Ósalo todo tu arco poderoso,
Como el alfanj de temple fabuloso
De Aben Akdir el siempre triunfador.
Bogotá: 1855.
Rafael Pombo