EN CAMA
(Obsequiados a mi amigo Luis Bernal).
Es toda mi existencia una esperanza
Incierta y vaga cual flotante niebla,
Y esa sola esperanza es la que puebla
Mi desolado y triste porvenir.
¡Oh veinte años de nada, y después de ellos,
Después de tanta aspiración ardiente,
No quedarle ni un sueño a mi presente
Y el futuro anhelado ver huir!
Mi vida naufragó —¡Qué dulce un tiempo
La juventud, aún niño, imaginaba!
Si era un sueno no más lo que adoraba
Triste ha sido, por Dios, mi recordar.
¡Adiós, Edén, a cuya puerta estuve!
¡Adiós, delirios de mi edad temprana!
Me dormí de mi vida en la mañana
Y ya encontré la noche al despertar.
Con mi razón mi mal profundizando
Soy verdugo insensato de mí mismo.
Voló el error, apareció el abismo,
Y compré con mi dicha la verdad.
¡Tinieblas! ¡soledad! ¡despecho! ¡angustia!
Petrificada, absorta indiferencia,
Y a plomo sobre el alma la existencia
Cómo un cielo de sombra y tempestad.
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Postrado estoy: mi lecho es el sepulcro
Donde yace el cadáver de mi vida:
¡Mi edad mejor, mi juventud, perdida
Sin dejar un recuerdo, una ilusión!
No he sido joven y me encuentro anciano,
Seco mi corazón, mi alma vacía,
Y por mayor tormento, en su agonía
Aún se agita convulsa mi ambición.
¡Maldito fui! —Que al pretender alzarme
Sobre mi polvo, el Dios omnipotente
La ambición de Luzbel puso en mi frente
Con toda la miseria del reptil:
—¡No más allá! Desplómese la torre
Que fabricaba audaz tu orgullo vano;
Todas tus rutas cerrará mi mano;
¡Torna, oh hijo del polvo, al polvo vil!
Y sabe Dios que no era el infortunio.
Era una dicha inmensa mi destino—
Era mi alma un relámpago divino,
Pródigo el bien mi corazón dotó;
Mi aliento, el entusiasmo, mis pasiones.
Las pasiones del ángel y el poeta;
¿Mi porvenir?... Soñábame al profeta
Que una nube de fuego arrebató.
Y en las mágicas tardes con que el cielo
De mi nativa tierra se engalana,
Cuando baña la espléndida sabana
En trémulo y brillante tornasol;
Y cual diamante colosal que cierra
El anillo de montes que la mima,
Sobre el trono de nieve del Tolima
Como el ojo de Dios fulgura el sol;
Y luego —rey del mundo que, tumbado
Del solio excelso, entre su sangre expira—
Desde el ancho arrebol, inmensa pira,
Su adiós solemne al universo da;
Y surge Venus en la limpia bóveda
Cual cirio que le alumbra agonizante,
Y franjas radia de color cambiante
Como los iris del que muere ya;
Cuando el cielo le llora en su rocío
Y absorto al funeral asiste el suelo,
Y el alma, el corazón, el suelo, el cielo
Se impregnan de tristeza celestial:
Cuando el bardo, el misántropo, el amante
En la Alameda callan y deliran,
Ebrios con el aroma que respiran
Los floripondios que enlazó el rosal:
Entonces yo, dentro mi ardiente pecho
Las alas del querub nacer sentía;
Vagaba solitario y me creía
Tocado de tu espíritu, Señor.
Desparecía bajo mi planta el mundo,
Criaba otro mundo, en él me coronaba,
Y horizontes inmensos desplegaba
De gloria y luz, felicidad y amor.
Mi alma toda era fe —Fuerte, invencible,
Contra la mustia realidad del suelo,
Divinizaba hasta su mismo duelo
Y palpaba en su rapto su ilusión:
DIOS—LA PATRIA—LA HERMOSA: —yo aspiraba
Para esta santa trinidad del hombre;
Mi alma para Él, para la Patria un nombre,
Para una hermosa un regio corazón.
¿Y esa mujer?... No ha muerto en mi memoría
Su dulce imagen revelada un día,
Aún la tributo casta idolatría
Sobre mi roto y profanado altar.
Solitarias se unían nuestras almas
A el alba luz de la primera estrella,
Y tierna y melancólica como ella
Me convidaba tímida a esperar,
¿Y aún me es dado esperar? Que llega un día,
Del infortunio al temporal deshecho,
En que el hombre pierde, ¡ay! hasta el derecho
A la esperanza... el último y mejor;
Y, semejante al Serafín rebelde,
Bendecido cual él, cual él maldito.
Del cerco del festín queda proscrito,
Y atado a su despecho y su furor.
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¡Dios de David! me ha herido tu justicia,
Sea tu misericordia mi defensa:
Abrumada mi frente de vergüenza,
Te insultara elevándose hacia ti.
Tuve orgullo, Señor, y el alma mía
Se cercó de tinieblas y de muerte:
Dudé, y en tu bondad no pude verte,
Mas me alumbró tu cólera y te vi.
Y heme, aquí estoy. Sobre la tabla rígida
En que mi enferma carne se lamenta,
Mi alma, enferma también, me toma cuenta
De qué hice yo con la heredada fe.
¡Perdón, Señor! —devuélvele a tu hijo,
También de dicha su perdida herencia,
Y será tu alabanza mi existencia,
Y yo adalid de tu verdad seré.
Popayán, enero 25: 1852.
Rafael Pombo