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¡No más sobre la tierra mis ojos han de verte,
Bendita hermosa mía que tanto idolatré!
Mas, cumplo siempre: tuyas a la hora de mi muerte
Serán mi última lágrima y mi oración postrer.
Todo lo sé; no pienses que a maldecirte vengo.
¡Qué importo yo! tu suerte es todo para
mí.
Hoy como ayer, ternura sin egoísmo tengo,
Y hoy como ayer, sólo ansias en galardón cogí.
No empero ya lamento tan sólo mi suplicio...
¡Ah! si él te rescatara, lo bendijera yo,
¡Vengo a llorar tu orgullo, que en sólo un sacrificio
Ha hecho al par dos víctimas, que somos, ay, los dos!
Si antojo de venganza te arrebató anhelante,
Si castigar ansiabas mi necio frenesí,
¡Ya estabas bien vengada! «No amarme» ¡era bastante!
¡No era preciso, oh cielos, sacrificarte así!
¡Cruel triunfo! tienes goces, riqueza, independencia,
Todo, soberbia reina... ¿pero la dicha? ¡no!
Hay un remordimiento velando en tu conciencia,
Y fijo en tu memoria velando siempre yo.
Yo que por ti vivía, yo que por ti aspiraba,
Y, como un niño, lágrimas a derramar torné;
Yo que por ti los lares paternos olvidaba
Y un corazón de madre quizás mortifiqué;
Yo que no hallaba cómo mi adoración mostrarte,
Porque de ti bien digno nada encontraba ya,
Ni caricia que hacerte, ni título que darte,
¡Amiga, hermana, esposa, espíritu guardián!
Yo que una y tantas veces te repetí de hinojos:
«¡Prueba mi amor, escoge tormentos para mí!
¡Prívame de tu vista, arráncame los ojos,
Que quiero ser tu mártir para morir feliz!»
¡Yo que preciaba un beso de tus vírgenes labios
Compensación enorme de un siglo de dolor,
Y hacerte el más ligero de todos los agravios
Imperdonable crimen aun para el mismo Dios!
Yo que aspiraba el polvo que alzaba en pos tu planta
Cual nube consagrada para asentarla bien,
Y como el ara límpida de mi adorada santa,
Besaba religioso tus peregrinos pies.
Yo que anhelé mil veces con íntimo delirio
Quemarme las entrañas para incensarte así...
¡Consumirme adorándote...! y al fin de mi martirio
En tu mirada angélica mi espíritu fluir.
Yo que por ti... ¡silencio! Tú todo lo recuerdas;
A tu funesto orgullo no más me humillaré.
No pienses que han secado de mi laúd las cuerdas
Señales que dejaron tus lágrimas en él.
Rafael Pombo