LAS CRUCES
Lamentábase un hombre amargamente
Del peso de su cruz (pues no hay viviente
Que no cargue la suya),
Y el Cielo, de escucharlo al íin cansado,
Díjole : «Deja pues la que te he dado,
Y escoge otra por tuya».
Y al pie de la montaña el triste vino,
A la estación do cada peregrino
Su cruz y rumbo coge;
Y allí dejó la suya; y encontrando
Muchas donde elegir, las fue probando
Para ver cual escoge.
Una entre todas, su atención sedujo
Por ser de oro macizo: cruz de lujo,
Pero cruz tan pesada
Que no la pudo alzar. Probó en seguida
Una con ramas de laurel ceñida,
Mas la halló ensangrentada.
Otra, que orlaban rosas peregrinas,
Hirió con agudísimas espinas
Sus hombros no muy sanos.
La cuarta, que adornaba áurea corona.
Castigó levemente su intentona
Quemándole las manos.
Otra pesaba poco; estaba hueca,
Y él exclamó regocijado «¡Eureka!»
Más su seno escondía
Una víbora atroz que el diente fiero
Sacaba a cada paso del carguero,
Y a hurtadas lo mordía.
Otra necesitaba de ayudante.
Que era su peso enorme, exorbitante.
De aterrar a cualquiera.
Áspera, negra, dura como hierro.
Un lazarillo iba al costado; un perro
A la punta trasera.
Y así las fue excluyendo una por una;
Y cuando ya pensó no hallar ninguna
Que no fuese un gran duelo.
Dio al fin con ella, y dijo: «¡Hágote
mía!»...
Y era su antigua cruz, la que le había
Predestinado el Cielo.
Rafael Pombo