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LAS FLORES DE PLOMO

     (Idea de la señora Isabel Buoch de Cortés).

No era llegada aún la virgen hora
En que, al decir de innúmeros testigos,
Con sus dedos de rosa abre la aurora
Las cortinas de Oriente, o quier, postigos;
Mas por el rumbo aquel donde ver suelen
Tales fantasmagóricos enredos
Be manos y de dedos
Los que madruguen tanto o se desvelen.

Vaheaban apenas
Ciertas lívidas tintas tremulantes
Que, si eran dedos, calzarían guantes.
Ya sin embargo alígeros cantores
(Los más madrugadores)
Registraban sus blandos instrumentos
Formando cariñosa algarabía;
Y juzgo, aunque en verdad no la entendía,
Que con tales concentos
Se saludaban finos, se contaban
Sueños mil de volantes travesuras
E inocentes amores,
Y en son de serenata despertaban
A sus dormidas, bienqueridas flores.

Ello es que luego, luego en un galano
Inmediato jardín se oyó un suspiro,
Y otro suspiro contestó cercano.
Mas ni uno ni otro cual suspiro humano.
Que esos yo siempre los conozco al tiro.

Estando aún la parda tierra a oscuras
Y más verde que rojo el hondo Oriente,
No pude con los ojos ver quién era
Ese par de acuitadas criaturas;
Pero casi las vi con el olfato
(Si el lector lo consiente),
Porque al instante mismo de escucharse
Los misteriosos ayes que relato.
Se perfumó la brisa pasajera
Con cierto amable olor que únicamente
De flor o de mujer venir pudiera;
Sólo que aquél, para un olfato fino,
Era más bien floral que femenino,
Por ser primer extracto, más suave
Que la extracción tercera, cuarta o quinta.
Que todo lector sabe
Suelen damas usar, y es muy distinta.
(Y aquí me ocurre al mencionar las bellas
Que si se oliesen así mismas ellas.
No taparían su ínsita fragancia
De juventud y amores.
Que es mejor que el aliento de las flores,
Pues lo más desabrido
Para el vulgar sentido.
Suele ser, para el alma, alma sustancia;
Y nada place tanto a amantes sabios
Como encontrar en ellas ignorancia
En farmacia de modas y resabios).

Volviendo a mi pareja matutina,
La que primero exhaló un ¡ay! debía
Traer al corazón temprana espina
Que atroz la desvelaba y la roía;
Y era, en efecto, una espinada rosa,
Pues pronto alzó la voz, y quejumbrosa
«¡Ay! —exclamó—, ¡cuánta es mi desventura!
¡Quién pudiera borrar de mi mejilla
Este vil carmesí que me tortura,
Y darme la blancura
Con que el jazmín mi preeminencia humilla!
¡Quién pudiera usurparle su secreto!
¡Sin tez de nieve no hay placer completo!»

Y el jazmín entretanto
Alzó también la voz mojada en llanto:
«¡Ay! ¡qué infortunio el mío!
Quien me hizo blanco me hizo desgraciado
¡Quién pudiera encender mi tinte frío
Con aquel encarnado,
Que es de la rosa orgullo y señorío!
¡Quién su secreto por mi bien robara!
Con rostro de carmín ¿qué me faltara?»

Un mono de un pintor que alli vivía
(Como el cuento exigía),
Y era en lengua de flores muy maestro,
Oyó la plañidera cantaleta.
Voló al taller, robose la paleta;
Y tinta y brocha manejando diestro,
Embadurnó de blanco a doña roja,
Y de rojo el jazmín, hoja por hoja,
Y ésta y aquella flor con gran deleite
Diéronle gracias mil, huecas de orgullo
Y fragantes de aceite.
Ya estaba entonces claro, y los lectores
Podrán imaginarse qué murmullo
Cundió por los corrillos de las flores
Con novedad tan rara; malas bocas
Dijeron: «Estarán muy enfermitas»,
Y otras: «Se han vuelto locas»;
Y hubo no obstante algunas que admiraron
Con caras de benditas
Aquella trocatinta de colores.

El viejo Sol apareció en la escena,
Mas no amarillo, ni carmín, ni rojo,
Sino como un grande ojo,
Ojo toda la cara,
Y de cierto color de luz muy clara;
Pincel de Dios, ya tinto en mil colores,
Que de un brochazo el universo pinta,
Sin faltarle una paja ni una tinta.
Tal como estaba en días anteriores,
Salió pues, y qué cosa
Pensó de aquel jazmín y aquella rosa
Que en negocios de brocha esa mañana
Le enmendaron la plana?
Ignoro a la verdad qué pensaría,
Cónstame sí, que las miró tan serio
Que a su mirar tremendo
Se fueron encogiendo,
Y antes de que sonara el mediodía
Ya estaban en sazón de cementerio,
Cadáveres andantes
Que iban cargando, con su tinte espúrio,
Sus propios ataúdes elegantes
De blanco y bermellón, —plorno y mercurio.

Las demás, las sensatas florecillas,
Rieron sin piedad a sus costillas;
Sus cantores amantes
Que ebrios de miel las arrullaban antes
Escondiendo el piquillo en sus corolas,
Frunciéronse ora al acercarse, al verlas,
Y las dejaron divertirse solas.
Pronto las infelices ya no hacían
De su disfraz ni el más pequeño alarde:
Trataban de esconderse, y no podían;
Trataron de enmendarse, y ya era tarde.
Y en cuanto al mono, que pensó un momento
Cultivar día por día su talento
Tiñendo flores de albayalde y rojo,
Vio que de aquellas dos el escarmiento
Libraba a las demás aun del antojo,
Y abandonó el pincel... Mas no lamentes,
Caro lector, su artístico abandono,
Pues pronto halló que en este mundo hay gentes
Con menos sesos que una flor o un mono;
Consagrose a las damas nuestro mico,
Y, como éstas pagaban, se hizo rico.

Nueva York, octubre 5: 1870.

autógrafo

Rafael Pombo


«Poesías Completas»
Fábulas y verdades


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