EL RETORNO
Piso la tierra de Anáhuac que es
la tierra de mis muertos.
Pues bien: como su nombre lo indica —y otros signos—
están muertos. No hablan...
Algunos, los recientes, con el mentón atado
todavía al último pañuelo,
otros con la mandíbula intacta, calcio
vuelto a su existencia mineral que es muda.
Así pues, no me piden
que yo viva con ellos
que mire el mundo que no ven, que lleve
adelante un destino que no alcanzó a cumplirse.
Si necesito justificaciones
para estar, para hacer
y, sobre todo, para no borrarme
(que sería lo lógico siguiendo las premisas)
habrá que conseguirlas de otro modo.
¿Con los vivientes, que me dan la espalda
que no me ven pero que si me vieran
sería como el rechazo del que sabe
que, por la ley natural, a menos cuerpos
mayor espacio y aire y esperanza?
¿Con los que llegan ya con la granada lista
para hacerla explotar, entre sus manos?
¿Con los que ven en mí el estorbo, la ruina,
el esperpento
que hay que destruir para construir de nuevo?
No. La respuesta no han
de darla únicamente los humanos.
Quizá hacer una obra...
¿Obra? ¿Cambiar la faz de la naturaleza?
¿Añadir algún libro a las listas
bibliográficas?
¿Hacer variar el rumbo de la historia?
Pero si éste asunto —otra vez— de hombre
y del tiempo medido al modo de los hombres
y según los criterios
con los que ellos aceptan o rechazan.
¿Entonces, qué? ¿Dios? ¿Su mandato?
Es demasiado tarde para inventar ahora
o para regresar a la infancia dorada.
Acepta nada más los hechos: has venido
y es igual que tu hubieras quedado o que si nunca
te hubieras ido. Igual. Para ti. Para todos.
Superflua aquí, superflua allá. Superflua
exactamente igual a cada uno
de los que ves y de los que no ves.
Ninguno es necesario
ni aun para ti, que por definición
eres menesterosa.
Rosario Castellanos