RELATO DEL AUGUR
I
Antes que amaneciera nos encontramos juntos.
Como quien sale de un sopor nos vimos
y a oscuras nos buscamos las caras y los nombres.
Y dijimos: hermanos seremos de una misma
memoria, de unos mismos trabajos y esperanzas.
El principio fue así. La niebla, último aliento
de la noche, jugaba a enloquecernos.
Nos mostraba figuras de monstruos, nos hacía
tropezar siempre con la misma piedra
y partir y volver, después de mucho andar,
al sitio del que habíamos partido.
Fueron estos los años de peregrinación
y uno fue dicho «el del jadear penoso»
y otro «el del sobresalto» y «el del rastro falaz».
El muerto se moría y su muerte nos era
afrenta, deserción, pacto incumplido
y juramento roto.
Lo abandonábamos a la intemperie,
al buitre, al que devora carroña, al exterminio.
Pues aun este misterio no nos era sagrado.
Íbamos en manada como los animales;
nuestros caciques eran Hambre y Miedo
y el freno que tascábamos se llamaba Peligro.
Pero alguno sentía ya dentro de su entraña
el espasmo del dios,
la quemadura de la profecía.
Al fin prevaleció sobre sus adversarios.
Pasamos a ser hombres que llevan a su espalda
un cargamento, un peso, un ídolo, un destino.
A veces nos hablaba la ceniza,
nos hacía señales el viento, nos dictaba
mandatos la hojarasca.
Y muy pronto quisimos saber más,
hurgar la voluntad a la que obedecíamos,
arrancar su secreto a la mudez del mundo.
Así fue como abrimos corazones,
como despedazamos materias, como hicimos
de toda cosa augurio, y del destazador,
del cuchillo, su intérprete.
Empezamos entonces a atesorar palabras.
El sabidor, el dueño, llegó a ser poderoso.
Estaba aparte, solo. Un día ya no quiso
continuar por su pie. Y otros, los hombrecillos
que no entienden y tiemblan,
se pusieron las andas sobre el hombro.
De tal modo, la marcha
se hizo lenta y difícil para muchos.
Rendidos de fatiga
dormíamos oyendo murmullos: bestezuelas
que palpitan y medran en la sombra;
cuchicheos de mujeres, suspiros sofocados,
el llanto del que nace
y el gemido angustioso del que sueña.
Alguno, antes que nadie
escrutó la tiniebla.
Miró hacia el firmamento nocturno (para ti,
para mí -desatentos-,
imagen de mazorca desgranada)
y halló la ley y el número.
¿Quién de los caminantes
dijo: hasta aquí llegamos?
¿La preñada de huella doble? ¿El cojo?
¿El anciano reumático? ¿El hombre que medita?
¿O el pájaro que iba delante de nosotros?
Pero la tribu unánime
se detuvo y hundió
su cayado, con fuerza de raíz, en la tierra.
Sobrevino la hora
del constructor y de los fundadores.
Cada uno, como el árbol,
era él y el contorno que amparaba su sombra.
Y por primera vez sembramos nuestros muertos.
II
He aquí la heredad: el valle, el valle.
Cerros donde los dioses se quebraron las manos,
lava de las catástrofes antiguas.
La luz húmeda, siempre recién manada; el breve
espejo y el relámpago del agua.
Y sobre la extensión del aletazo
del águila y el pico
curvo y la uña rapaz.
III
Merodeamos en los alrededores
del pueblo establecido y las ciudades prósperas.
Comimos alimañas,
hojas inmundas,
moscos.
Acechador, ladrón, tal era nuestro mote.
(Y en silencio pulíamos la punta de la flecha).
IV
Aguardamos el turno,
la hora de nutrir las potencias famélicas.
He aquí que el sol nos exigió tributo,
que la noche bramaba buscando su alimento.
Y fuimos laboriosos:
sacerdotes, artífices, guerreros.
¡Qué esfuerzo el de la piedra
cuando por su vagina transitaba
la arista ruda de la geometría!
¡Qué clamor el del tronco, cuando talado y hueco,
resonaba invocando a los divino!
En fiesta, en embriaguez, en frenesí,
dimos lo que teníamos: la riqueza y la sangre.
Y nos aproximamos
a la fija crueldad de la obsidiana
con el rostro cubierto por la piel
del enemigo muerto.
V
Lejos ondea el penacho
del capitán y hasta el confín de alarga
nuestro puño feroz y autoritario.
Las deidades descansan en nostros.
Mas ¿por qué este sabor caduco en nuestros cantos?
¿Por qué nuestros adornos se marchitan?
¿Por qué aun lo duradero nos predice
el fin de nuestro siglo?
Se multiplican voces:
del mar vendrá la tempestad. Del mar.
Ay, todo lo que vemos
tiene un temblor funesto de presagio.
¡Del mar vendrá la tempestad! ¡Del mar!
No es mentira. No invento lo que digo.
Solo estoy recordando.
Rosario Castellanos