I
Quisiera, hermosa mía,
a quien aun más que a Dios amo y venero,
ciego creer que este tu amor primero,
ser por mi dicha el último podría.
Mas...
—¡Qué! ¡Gran Dios, lo duda todavía!
—¡Oh!, virgen candorosa,
¿por qué no he de dudarlo al ver que muero
si aun viviendo también lo dudaría?
—Tu sospecha me ofende,
y tanto me lastima y me sorprende
oírla de tu labio,
que pienso llegaría
a matarme lo injusto del agravio.
—¡A matarla! ¡La hermosa criatura
que apenas cuenta quince primaveras...!
¡Nunca...! ¡Vive, mi santa, y no te mueras!
—Mi corazón de asombro y dolor llenas.
—¡Ah!, siento más tus penas que mis penas.
—¿Por qué, pues, me hablas de morir?
—¡Dios mío!
¿Por qué ya del sepulcro el viento frío
lleva mi nave al ignorado puerto?
—¡No puede ser...! Mas oye: ¡vivo o muerto,
tú solo y para siempre...! Te lo juro.
—No hay por qué jurar; mas si tan bello
sueño al fin se cumpliera, sin enojos
cerrando en paz los fatigados ojos,
fuera a esperarte a mi sepulcro oscuro.
Pero... es tan inconstante y tan liviano
el flaco y débil corazón humano,
que lo pienso, alma mía, y te lo digo,
serás feliz más tarde o más temprano.
Y en tanto ella llorando protestaba,
y él sonriendo, irónico y sombrío,
en sus amantes brazos la estrechaba,
cantaba un grillo en el vecino muro,
y cual mudo testigo,
la luna, que en el cielo se elevaba,
sobre ambos reflejaba
su fulgor siempre casto y siempre amigo.
II
De polvo y fango nacidos,
fango y polvo nos tornamos:
¿por qué, pues, tanto luchamos
si hemos de caer vencidos?
Cuando esto piensa humilde y temerosa,
como tiembla la rosa
del viento al soplo airado,
tiembla y busca el rincón más ignorado
para morir en paz si no dichosa.
III
Los astros son innúmeros, al cielo
no se le encuentra fin,
y este pequeño mundo que habitamos,
y que parece un punto en el espacio,
inmenso es para mí.
Después... tantos y tantos
cual las arenas del profundo mar,
seres que nacen a la vida, y seres
que sin parar su rápida carrera,
incierta siempre, vienen o se van.
Que se van o se mueren, esta duda
es en verdad cruel;
pero ello es que nos vamos o nos dejan,
sin saber si después de separarnos
volveremos a hallamos otra vez.
IV
Y como todo al cabo
tarde o temprano en este mundo pasa,
lo que al principio eterno parecía,
dio término a la larga.
¿Le mataron acaso, o es que se ha muerto
de suyo aquello que quedará aún vivo?
Imposible es saberlo, como nadie
sabe al quedar dormido,
en qué momento ha aprisionado el sueño
sus despiertos sentidos.
V
¡Que cuándo le ha olvidado!
¿Quién lo recuerda en la mudable vida,
ni puede asegurar si es que la herida
del viejo amor con otro se ha curado?
¡Transcurrió el tiempo! —inevitable era
que transcurriese—, y otro amante vino
a hacerse cauteloso su camino
por donde el muerto amante ya lo hiciera.
VI
De pronto el corazón con ansia extrema,
mezclada a un tiempo de placer y espanto,
latió, mientras su labio murmuraba:
—¡No, los muertos no vuelven de sus antros...!
Él era y no era él, mas su recuerdo,
dormido en lo profundo
del alma, despertóse con violencia
rencoroso y adusto.
—No soy yo, ¡pero soy! —murmuró el viento—,
y vuelvo, amada mía,
desde la eternidad para dejarte
ver otra vez mi incrédula sonrisa.
—¡Aún has de ser feliz! —te dije un tiempo,
cuando me hallaba al borde de la tumba—.
Aún has de amar; y tú, con fiero enojo,
me respondiste: —¡Nunca!
—¡Ah!, ¿del mudable corazón has visto
los recónditos pliegues?—,
volví a decirte; y tú, llorando a mares,
repetiste: —Tú solo, y para siempre.
Después, era una noche como aquéllas,
y un rayo de la luna, el mismo acaso
que a ti y a mí nos alumbró importuno,
os alumbraba a entrambos.
Cantaba un grillo en el vecino muro,
y todo era silencio en la campiña;
¿no te acuerdas, mujer? Yo vine entonces,
sombra, remordimiento o pesadilla.
Mas tú, engañada recordando al muerto,
pero también del vivo enamorada,
te olvidaste del cielo y de la tierra
y condenaste el alma.
Una vez, una sola,
aterrada volviste de ti misma,
como para sentir mejor la muerte
de la sima al caer vuelve la víctima.
Y aun entonces, ¡extraño cuanto horrible
reflejo del pasado!,
el abrazo convulso de tu amante
te recordó, mujer, nuestros abrazos.
¡Aún has de ser feliz! —te dije un tiempo
y me engañé; no puede
serlo quien lleva la traición por guía,
y a su sombra mortífera se duerme.
—¡Aún has de amar! —te repetí, y amaste,
y protector asilo
diste, desventurada, a una serpiente
en aquel corazón que fuera mío.
Emponzoñada estás, odios y penas
te acosan y persiguen,
y yo casi con lástima contemplo
tu pecado y tu mancha irredimibles.
¡Mas, vengativo, al cabo yo te amaba
ardientemente, yo te amo todavía!
Vuelvo para dejarte
ver otra vez mi incrédula sonrisa.
Rosalía de Castro