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                Era apacible el día
    Y templado el ambiente,
    Y llovía, llovía
    Callada y mansamente;
    Y mientras silenciosa
    Lloraba y  yo gemía,
    Mi niño, tierna rosa
    Durmiendo se moría.
Al huir de este mundo, ¡qué sosiego en su frente!
Al verle yo alejarse, ¡qué borrasca en la mía!

  Tierra sobre el cadáver insepulto
Antes que empiece a corromperse... ¡tierra!
Ya el hoyo se ha cubierto, sosegaos,
Bien pronto en los terrones removidos
Verde y pujante crecerá la yerba.

  ¿Qué andáis buscando en torno de las tumbas,
Torvo el mirar, nublado el pensamiento?
¡No os ocupéis de lo que al polvo vuelve!...
Jamás el que descansa en el sepulcro
Ha de tornar a amaros ni a ofenderos
        ¡Jamás! ¿Es verdad que todo
        Para siempre acabó ya?
No, no puede acabar lo que es eterno,
Ni puede tener fin la inmensidad.

  Tú te fuiste por siempre; mas mi alma
Te espera aún con amoroso afán,
Y vendrá o iré yo, bien de mi vida,
Allí donde nos hemos de encontrar.

  Algo ha quedado tuyo en mis entrañas
        Que no morirá jamás,
Y que Dios, porque es justo y porque es bueno,
        A desunir ya nunca volverá.
En el cielo, en la tierra, en lo insondable
        Yo te hallaré y me hallarás.
No, no puede acabar lo que es eterno,
Ni puede tener fin la inmensidad.

        Mas... es verdad, ha partido
      Para nunca más tornar.
Nada hay eterno para el hombre, huésped
De un día en este mundo terrenal,
En donde nace, vive y al fin muere
Cual todo nace, vive y muere acá.

autógrafo

Rosalía de Castro


«En las orillas del Sar» (1884)

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