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EL NIDO DE BOYEROS

      A MERCEDES OBLIGADO

Yo conozco en las islas un arroyo
Eternamente límpido y sereno,
Que parece, tendido entre los sauces,
          Larga cinta de acero.

Sonríen al pasar todas sus aguas
Del camalote azul bajo el reflejo,
Y del rosal silvestre se iluminan
          Al cárdeno destello.

En la vecina estancia hay una niña
De trece años lo más, quizá de menos,
Muy dada a pasear por el arroyo
          Tranquilo de mi cuento.

Se le ve en la canoa (una canoa
Pequeña y blanca con filetes negros),
Reclinada en la popa, y con la pala
          Que le sirve de remo.

Unas veces, bogando lentamente
Por la margen, la lleva su deseo
A elegir una flor, y va regando
          Las aguas con sus pétalos

Otras, impulsa con vigor la pala,
Quedan detrás girando mil hoyuelos,.
Y al aire se desatan en manojos,
          Sus lúcidos cabellos.

Perturban el silencio de las islas
Sus gritos y sus risas, que los ecos
Con musical cadencia desparraman
          Vibrantes a lo lejos.

Fatigada abandona, destilando,
Sobre la falda atravesado el remo;
Y tal, semeja un cisne que dispone
          Las alas para el vuelo.

Suele verme al pasar, y me amenaza,
Fingiéndose enojada, con el dedo;
Del recodo inmediato, vuelve el rostro
          Y me grita: «¡hasta luego!»

Pero ayer sucedió que mientras iba
Buscando sombras para el sol de enero
Vio colgado a un laurel, sobre las aguas,
          Un nido de boyeros.

Era hermoso, en verdad: resplandecían
Las fibras del cardón en largo cesto,
Y al rumor del laurel se columpiaba
          Con la igualdad de un péndulo.

La niña, puesta en pie sobre la popa,
Tendió los brazos a bajarlo en ellos
Pero desviole el nido una imprevista
          Trepidación del viento.

Ya las mangas caídas, los desnudos
Mórbidos brazos levantó de nuevo,
Y, balanceada entonces la canoa,
          La derribó en su asiento.

Irguiose al punto, en actitud airada,
Golpeola fuerte el corazón el pecho,
Y alzó la pala a derribar el nido,
          Con implacable ceño.

Sobre la copa del laurel, un ave,
Negra y brillante, reposó su vuelo;
Y por todas las islas resonaron
          Los cantos del boyero.

Llevó la joven al cantor los ojos,
Bajó la pala y escuchó en silencio...
¡Qué intensas van las armoniosas notas
          De las niñas al seno!

Oyó después, cuando callada el ave,
Embebecida se quedó un momento,
Salir del nido un delicioso y blando
          Susurro de polluelos.

—«¡Ah, no duermen!» se dijo, y con la pala
Ingenuamente se entregó a mecerlos...
Pero viome de pronto y encendida
          Abandonó su empeño.

Sucede desde ayer que mi vecina,
Al volver lentamente de regreso,
No me quiere mirar, ni me amenaza
          Como antes, con el dedo.

Es inútil negarme tus miradas,
Valiente remadora de ojos negros,
No dormirás ya en paz, porque conoces
          El nido de boyeros.

autógrafo

Rafael Obligado


Rafael Obligado

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