AMÉRICA
I
Para cantar de América la bella
La fe profunda y el amor que inspira,
Para volcar el alma en vibraciones
Como la vuelca en sus torrentes ella,
No hay notas en la lira,
Ni férvidas canciones
En sus cuerdas, mojadas
Con el llanto de cien generaciones.
El trueno del torrente,
Del huracán el rápido estallido,
La tempestad enérgica y ardiente,
Esconden en su entraña
El mágico sonido
Que el alma busca, y en el aire siente,
Para arrullar de América el oído.
Todo es gigante en su fecundo seno:
Su pasado, que vierte en la memoria
El rojizo esplendor de la centella,
O produce en el ánimo sereno
Esa sed de admirar, que apenas sacia
En raudales de luz su misma gloria.
Todo es gigante en ella:
Los héroes y la historia
¡Y la sublime eterna democracia!
¡Ah! ¡miradla pasar! Esa bandera
Que muestra sobre el polvo del camino
Su regia pompa y majestad guerrera,
¡Ondula el soplo del amor divino!
¡El porvenir la llama!
¡El porvenir, que abiertas
Dejó a su marcha las doradas puertas
Que injusto un día le cerró el destino!
Para animar su paso
Y templar su valor en la batalla,
En la selva, en el monte,
Y en el círculo azul del horizonte,
¡El himno inmenso de la vida estalla!
¡Ah! por eso, en la arena,
Como un león en su salvaje lecho,
¡El Plata tiende su robusto pecho
Y sacude bramando su melena!
Y por eso su espuma,
Como rizada pluma,
Agita el blando y sonoroso Rímac,
El Niágara convulso se derrama,
Y en tanto que susurra el Apurímac,
¡Se despeña tronando el Tequendama!
II
Allá, yérguese altivo en su regazo
El viejo audaz de corazón de piedra,
A cuya cima ni la astuta hiedra
Ha podido trepar. —¡El Chirnborazo!
Su frente de granito
Donde el sol de los trópicos chispea,
Por cima de las nubes centellea
¡Y parece horadar el infinito!
A solas con el cielo,
Mira a sus plantas dilatarse un mundo;
Hervir los pueblos; reposar los mares;
Tenderse por el suelo,
Alfombra digna de sus pies, las selvas;
Rodar por las montañas
De los torrentes los raudales fríos;
Y desplegarse entre flexibles cañas,
La franja azul de los serenos ríos.
En derredor de la nevada cumbre,
Fragancias tropicales
Volando esparce el aromado viento;
En las eternas nieves
Refresca ansioso su abrasado aliento,
Y las cuestas vecinas
Bajando con sonoro movimiento,
Se derrama por valles y colinas
Sobre la altiva frente esplendorosa
Del augusto titán americano,
Viva aureola que en la sien gloriosa
De América se enciende,
Es fama que del cielo ecuatoriano
El Sol del Inca a reposar desciende.
Un día... sólo un día,
Se conmovió en su base sempiterna,
Echó el manto de nubes a la espalda,
Y tendió en la llanura de esmeralda
Su mirada sombría.
Rivales de su gloria,
Y midiendo su talla por su talla,
Frente a frente tenía
A Bolívar, de fuego en la victoria,
Y a San Martín, de bronce en la batalla.
III
¡Un gigante de pie, y otro caído!...
Mensajero eternal de la grandeza
Con que Dios nuestra América ha vestido,
Por las cálidas zonas,
Radiante de belleza,
¡Se tiende y se dilata el Amazonas!
Guirnalda de sus húmedas riberas,
Cargadas de rumores,
Las selvas que los siglos no marchitan,
Destrozando sus verdes cabelleras,
Le arrojan al pasar todas sus flores.
En el vasto paisaje
Por sus rápidas ondas sacudido,
Y del ave en el mágico plumaje,
El trópico derrama,
En soberbia explosión de colorido,
Los mil cambiantes de su eterna llama.
El himno de las aves; de las flores
El beso soñoliento;
La palmera, que tiembla enamorada
Bajo el ala del viento;
Cuanto encuentra en su marcha dilatada,
Cuanto guarda el edén de sus delicias,
Al gigante enamora;
Pero él sabe arrancarse a sus caricias,
Lanzándose al oriente
Como si fuera en busca de la aurora
Para atarla al cristal de su corriente.
IV
¡Silencio y soledad, misterio y calma!..
Lo infinito en la tierra y en el cielo;
La presencia de Dios dentro del alma;
¡La plenitud del vuelo!
La extensión y la paz del océano
En inmóviles ondas de verdura...
¡He ahí la llanura,
Orgullo de la patria de Belgrano!
Amada del pampero,
Ella guarda para él todas sus galas,
¡Y él arrulla el silencio de sus horas
Con la música eterna de sus alas
Vibrantes y sonoras!
Al rayo de la luna,
Sobre la verde y dilatada alfombra,
Surgiendo del vapor de la laguna,
Cruzar parece la doliente sombra
De Brián y de María...
¡Dulce amor del desierto!
¡Infinito del alma en lo infinito
De su imponente majestad sombría!
¡Cómo su vago resplandor incierto,
Al corazón revela
Que el espíritu aún de Echeverría
De loma en loma sollozando vuela!...
Los siglos, en su paso por el mundo,
No vertieron las fuentes de la vida
En el seno fecundo
De la Pampa dormida:
La hollaron en silencio... y en silencio,
Al amparo de Dios, yace tendida.
¿Qué mano bienhechora
Le arrancará al letargo de su sueño?
¿El rayo de qué aurora
Disipará las sombras que la envuelven
Y humillan con su peso?
La mano de sus hijos;
¡La aurora germinante del progreso!
Ella duerme y espera
Del pueblo de su amor sentir la planta,
Que a través del desierto se adelanta
Por lomas y ribazos
Para abrirse a la luz de la existencia,
Para erguirse gigante en su presencia
¡Para alzarlo también entre sus brazos!
V
¡Escuchad! ¡escuchad! ¡Largos rugidos
Pasan, del aire sacudiendo el vuelo,
Cual si allí se arrastrara por el suelo
Extraña catarata de sonidos!
¿Por qué tiemblan en torno los pinares?
¿Que horror sublime los espacios puebla?
¿Por qué el iris de paz, gloria del cielo,
Ríe atado al abismo entre la niebla?
¡Es que vuelca sus ondas seculares
El Niágara esplendente!
¡El Niágara! ¡la fuente
Inexhausta y soberbia de los mares!
Mil ondas encrespadas,
Como salvaje tropa de leones
Al borde del abismo arrebatadas,
Exhalan en rugidos
Sonoras pulsaciones,
Que vibran como un canto en los oídos.
¡Poema sin segundo,
En los peñascos del raudal impreso,
Que, con solemne entonación homérica,
Parece que cantara sobre el mundo
El himno del progreso
En la lira gigante de la América!
¡De Washington el pueblo,
Despertando a su voz, honda y valiente,
Aprendió el heroísmo
En la lucha tenaz bajo la bruma
Del raudal y el abismo,
De la roca y la espuma!
Y luchando también, hundió las naves
De la adusta Inglaterra;
¡Y a su empuje viril, el despotismo,
Que derriba las frentes a balazos,
Largo trecho rodó sobre la tierra
Como rueda un cañón hecho pedazos!
¡Escuchad! ¡escuchad! El torbellino
Hierve airado otra vez, airado truena;
¡Y es que el nombre de Cuba,
La mártir del destino,
En el arpa de América resuena!
¡Sí, que otra lira hermana,
Amarrada a la sirte procelosa,
Rugiendo en las espumas
Apostrofa a la tierra americana!
¡Ay! ¡La sonante lira
A cuyo acento el corazón se espande
Y, heroico en su dolor, estalla en ira,
De Heredia el inmortal, de Heredia el grande!
VI
Así, en medio de músicas extrañas,
Por inmensas llanuras
Y ríos y torrentes y montañas,
Eva de un mundo y del Edén señora,
Siguiendo va del porvenir la huella
América la bella, América, la virgen soñadora.
De la pálida luna
No lleva el tibio y misterioso rayo
Sobre la sien ardiente,
Que el Dios del Inca lacentó su cuna,
Se alzó en la tierra al esplendor de Mayo,
Y al sol de Julio coronó su frente.
Allá, dos mares a su talle airoso
El tul suspenden de su parda bruma,
Y el Guaira proceloso
Y el Niágara, a su espalda
El manto arrojan de su hirviente espuma
Y van rodando a acariciar su falda;
Allí, como un trofeo
Que el viento encima de los Andes bate,
Como un girón a la montaña asido
Del humo del combate,
Dejando el cóndor su riscoso nido,
Un punto inmoble la contempla... ¡Y luego,
Enamorado y ciego,
Abriendo su plumaje,
En el azul purísimo resbala
Y siente bajo el ala
Chispear el rayo del amor salvaje.
¡Ah! como él, el poeta americano,
Cóndor de los espacios de la idea,
El monte humilla, reconcentra el llano,
Y entre ambos polos la extensión pasea;
Como él, en medio de la tierra amada,
El alma pensativa
Suspende en el fulgor de una mirada;
Y desde el foco de su sien altiva,
¡Como él, difunde enamorado, ciego,
La llama convulsiva
De su potente inspiración de fuego!
1879
Rafael Obligado