EN LOS VOLCANES
Había una vez, en un pueblecito no lejos de México, un matrimonio que tenía
dos niños. El papá se llamaba Don Nacho; la mamá se llamaba María. De los niños,
uno era hombrecito, tenía nueve años, y se llamaba Nachito; le decían «El Pelón»
porque el pelo se le caía sobre la frente y había que cortárselo a cada rato. La
mujercita tenía ocho años, se llamaba como su mamá, y le decían Mariquita, y
también «La Chachalaca», porque hablaba mucho y metía mucho ruido.
Los papás no eran ricos, pero tenían una buena huerta y vivían muy a gusto. En
la huerta había muchas cosas buenas para comer y para vender; pero a Nachito y
Mariquita les gustaban los dulces que les traían de la capital más que las
frutas de su huerta.
Hasta les gustaban más los dulces que hacían los indios del pueblecito. Los
papás tenían que impedirles que comieran demasiados dulces, porque a veces se
enfermaban del estómago y había que tenerlos tres días en cama y darles
medicinas amargas; pero a ellos se les olvidaban las enfermedades antes de que
pasara un mes.
También les gustaba irse a pasear lejos de la casa, aunque los papás les habían
dicho que podían perderse y encontrarse con brujas. Ellos decían que nunca
habían visto una bruja; pero los papás les contaban que las brujas eran unas
viejecitas jorobadas, con la barba y la nariz muy grandes, que andaban a caballo
en palos de escoba y se robaban a los niños para hacerlos trabajar.
En sus paseos, Nachito y Mariquita no habían encontrado a ninguna bruja; pero sí
a otro ser extraño que no les hizo nada malo, sino que, al contrario, se hizo
muy amigo de ellos. Un día que trataban de coger unas tunas sin espinarse,
oyeron una carcajada que venía de adentro del nopal, y de pronto vieron caer a
su lado dos tunas bien maduras. Nachito y Mariquita bien hubieran querido coger
las tunas de una vez y comérselas, pero les entraron ganas de saber cómo había
sucedido aquello. Se pusieron a mirar bien al nopal y de pronto vieron una cosa
que nunca habían visto antes.
Nachito «El Pelón» y Mariquita «La Chachalaca» estaban azorados de ver que del
nopal caían las tunas sin que ellos las hubieran tocado. Y lo que vieron fue la
figura pequeñita de un duende que se movía entre el nopal sin espinarse.
Al ver a los hermanitos azorados, el duende saltó de entre el nopal riéndose con
una risa que sonaba como cuando se toca un vaso de vidrio fino con el filo de un
cuchillo. Era un hombrecito no más alto que un gallo; con una barba blanca que
le llegaba hasta la cintura, pero con la cara rosada y fresca, los ojos azules,
y todo él muy rápido de movimientos. Iba vestido de blanco, con un capuchón en
la cabeza.
—¿No querían tunas? ¡Pues ahí tienen todas las que quieran! —les dijo a los
niños clavados en el suelo por el azoramiento; con una varita tocó el nopal y
cayeron como cincuenta tunas rojas. Era el mes de septiembre, y los nopales
reventaban de tunas maduras; se veían la mitad verdes y la mitad rojos.
—¿Quién es usted? —preguntó al fin «La Chachalaca».
—Yo soy yo.
—¿y no tiene nombre?
—¿Yo? Me llamo Don Yo de Córdoba.
—Pero yo he oído a mi papá decir que él se llama así también.
—¡Cuentos! Tu papá se llama Don Nacho.
—¡Ay, es verdad! Así le dice la gente.
—Ya ves.
—Bueno, pero yo lo he oído responder: «Don Yo de Córdoba».
—Haciéndose el chistoso, hijita. No hay más Don Yo de Córdoba que Don Yo de
Córdoba.
—¿Y por qué es usted tan chiquito y tan viejo?
—Porque quiero. Cuando quiero soy grande.
—¿De veras?
—Sí, de veras. Pero deja que hable «El Pelón»; no hables tanto tú; por eso te
dicen «Chachalaca».
—¿Y usted cómo lo sabe, si nunca nos había visto?
—¿Tú qué sabes? Pero no te azores: Don Yo de Córdoba lo sabe todo.
Entonces habló «El Pelón» y le preguntó:
—Si usted lo sabe todo ¿sabe cómo se va a la montaña de nieve, donde se puede
tomar nieve sin pagar?
El duende se quiso morir de risa. Nachito y Mariquita no comprendían por qué. Al
fin les dijo:
—¡Cómo no he de saber! Vamos allá.
El duendecito con cara fresca y barba de viejo, cuando Nachito y Mariquita le
preguntaron por la montaña de nieve donde se toma nieve sin pagar, les dijo:
—Síganme.
Y echó a andar por la carretera amarilla; era tan pequeñito que se perdía en el
suelo y a veces los dos niños no podían verlo.
Mientras iban andando, Mariquita no paraba de hacerle preguntas:
—¿Y cómo es que usted nos puede llevar a la montaña de nieve, y mi papá dice que
está muy lejos y que para ir allá hay que tomar el tren, uno de los trenes que
echan humo,y que después hay que andar a caballo y después a pie, y apenas
entonces se llega a donde está la nieve?
—¡Chachalaca tan habladora! Ya verás, ya verás...
—Pues la verdad es que así, andando a pie, yo no creo que lleguemos nunca,
porque de aquí ni siquiera vemos la montaña. Y eso que son dos, que no es una
sola la que tiene nieve, y de mi casa se ven cuando no hay muchas nubes, y unas
veces tienen nieve de limón y otras veces tienen nieve de fresa, cuando ya va a
ser de noche.
El duendecito se rio con tanta fuerza y de manera tan extraña que parecía como
si se cayeran y se rompieran una docena de vasos.
Nachito dijo:
—Yo creo que esta Chachalaca se equivoca, y que la nieve de las montañas no es
de limón ni de fresa, y que no se come. Eso me dijo mi papá, y él sabe lo que
dice.
—¡Cállate, Pelón! —dijo Mariquita enojada—. Eso lo dice mi papá porque no quiere
que nos vayamos tan lejos; cree que nos perderíamos. Y de que es lejos, es
lejos; yo no sé cómo vamos a llegar. Este Don Yo de Cordobán...
—De Córdoba, de Córdoba, hijita.
—Pues como sea; yo digo...
—Oye —le interrumpió el duendecito— ¿tú no quisieras tener que caminar mucho?
—Claro que no; figúrese no más que...
—Bueno, bueno, aquí tienen ustedes estos anillitos con ópalos; cada uno de
ustedes se pone uno, así como yo (y él tenía otro anillo chiquito), y cierra los
ojos y piensa en que quiere llegar adonde se toma nieve sin pagar.
Así lo hicieron, y no abrieron los ojos hasta que Don Yo de Córdoba, les dijo:
—¡Ya!
Y entonces vieron delante de sí dos montañitas de nieve de muchos colores,
parecidas a los dos volcanes que se ven de México, el Popocatépetl y el
Iztlaccíhuatl; sólo que, con el asombro que tuvieron, no se dieron cuenta de que
éstas que tenían delante eran muy pequeñas, y no como los volcanes. Le
preguntaron al duendecito, muy contentos, si podían comer de aquella nieve, y él
contestó:
—Vamos a ver.
Nachito y Mariquita estaban encantados frente a las montañitas de nieve a donde
los había llevado el duendecito.
—Mira, mira —gritaba Mariquita— hay nieve de fresa. Yo voy a tomar... Pero ¿con
qué? No tenemos cucharas, ni barquillos, y si la cojo con los dedos se me
enfrían demasiado, y además mi mamá dice que no se debe comer nada con los
dedos.
—Vamos a ver si encontramos barquillos siquiera —dijo Don Yo el duende.
—¿Qué te parecen los de este arbolito?
Nachito y Mariquita se volvieron hacia donde les indicaba el duende, y vieron un
arbolito verde, parecido a los de Nochebuena, que tenía barquillos en las puntas
de las ramas. Los hermanitos se pusieron a palmotear y a bailar de gusto, y
Mariquita fue la primera que cogió barquillos y se acercó a la nieve para
llenarlos.
—¡Mira nieve azul! ¿De qué será? —gritó Nachito.
—¡Ay, qué bonita, Pelón! —dijo «La Chachalaca».
—Tú sabes, mi papá dice que él ha comido nieve azul en la tierra de los
gringos...
—Sí, pero acuérdate que mi papá dice que no debemos decirles así, que es feo y
ellos se enojan.
—Bueno, pues los americanos. Dicen que hacen nieve azul y que sabe a almendra.
—¡Ay, qué bueno! Vamos a probarla.
—De pistacho le llaman a ésa —les dijo el duende.
—¡Está rebuena! Pero mira, allí hay verde.
—¡Ay, ésta sabe más fría que la otra!
—Como que es de menta —les explicó el duendecillo.
—¿Y ésa de color de mango? —preguntó Nachito.
—Pues de mango es.
—¡Aquélla si es fea! Parece sucia —dijo la Chachalaca.
—Pues es de mamey.
—Pues aunque sea fea —dijo Nachito— a mí me gusta mucho el mamey.
—Bueno, chamacos, no comer más que hace daño. Si fueran a probar de todas, no
acababan. Hay hasta de frutas que ustedes no conocen: guanábana, marañón,
níspero...
—¡Pero yo quiero más! —pateó Mariquita— ¡Yo quiero más!
Nachito, razonable, le decía: «Mejor vámonos, Chachalaca»; pero ella no quería
oír razones.
—Si no fuera porque tienen esos anillitos de ópalo en los dedos... —dijo Don Yo
de Córdoba— Porque mientras los tengan se les cumplen todos los deseos...
—¡Ya ves! Ahora me quedo aquí, y pruebo de todas las nieves.
—Pero nos podríamos ir a otras montañas más grandes, donde hay más nieve
—propuso el duende.
—Así sí. Vamos, vamos —gritaba La Chachalaca muy contenta y hasta Nachito dijo
que sí.
—Bueno, a cerrarlos ojos y a pensar que quieren ir.
Nachíto y Mariquita no sintieron, frente a estas grandes masas de nieve, una
alegría como la que tuvieron al ver las montañitas de nieve de muchos colores.
Aquello les parecía extraño...
—No sé, pero aquí no me dan ganas de tomar nieve —dijo Mariquita.
—¿No será que ya tomaste mucha? —preguntó el duende riéndose.
—Yo tampoco tengo ganas—dijo Nachito—. No sé por qué me parece que ésta no se
come.
—Ahora sí atinaste—le contestó el duende. Esta es la verdadera nieve de las
montañas, que es blanca y no es buena para tomar, porque no sabe más que a agua;
además, que nadie la hace sino que cae del cielo como lluvia. La otra, la que se
hace para tomar, ni siquiera le llaman nieve en muchas partes.
—Entonces tenía razón mi papá... Pero de allá de mi casa yo veo estas montañas,
y unas veces la nieve se ve blanca, y otras veces se ve rosada, y hasta azul la
he visto yo.
—La nieve es blanca aquí arriba, pero de lejos cambia de color con la luz del
sol. Pero vamos a acercarnos, para que la prueben.
—¡No, que está muy fea! —dijo Mariquita.
—Pues ¿cómo esta nieve no es buena para tomar y la de las montañas chiquítas sí?
—preguntó «La Chachalaca».
—Porque estas son montañas de verdad y aquellas montañitas son de juguete,
apenas como del alto de una casa —explicó Don Yo el duende—, y yo las tengo para
invitar a mis amigos.
—¿Y tiene usted muchas cosas buenas así? —preguntó Nachito abriendo tamaños
ojos.
—Ya veremos...ya veremos... Pero ahora, vengan por acá y miren.
Se llegaron a una peña muy grande, y desde allí miraron para abajo. Se veía un
gran valle, en que había tierra de distintos colores: unas veces era amarilla,
otras veces roja, otras veces negra, otras veces blanca. Se veían manchas verdes
donde había árboles o sembrados; a veces se veían casas, y don Yo de Córdoba les
enseñó una gran mancha polvorienta, diciéndoles:
—Allí es México.
—¡Ay, qué raro, qué raro! —gritaba Mariquita.
—¿Y mi casa por dónde queda?—preguntó Nachito.
—Por allí, a la izquierda —explicó don Yo el duende.
—¡Pero no se ve nada! —dijo Nachito.
—Yo quiero ver bien mi casa —dijo Mariquita—. ¿Si quiero la veo con ayuda de mi
anillito?
—¡Claro! Cierra los ojos, piensa y verás.
Y era verdad. Los dos niños hicieron lo que les aconsejó el duende y cuando
abrieron los ojos vieron todo el interior de su casa, aunque estaba muy lejos.
El papá acababa de llegar a la casa, y la mamá le decía que estaba muy enojada
porque los niños se habían ido hacía mucho rato y no aparecían.
—¡Ay, vámonos, Chachalaca! —dijo Nachito asustado.
—¡Ay, sí, sí, Pelón! —decía Mariquita llorando.
—Bueno, bueno, váyanse, ya saben cómo —les dijo el duende—. Mañana nos vemos.
—¡Qué bueno! —respondieron los dos hermanitos—. Queremos que nos enseñe otras
cosas como hoy.
Pedro Henríquez Ureña