ELEGÍA DEL ARROZ
A María Belén y a Federico
No me miréis tan grano felicísimo,
aunque quepa en un hoyo de viruela
tengo más soledades que un desierto.
Me han convertido en flor de escaparates,
en cascadas de anuncios luminosos,
en cupos de una noche de caínes
contra un día de luz que Abel se llama.
Desde la cuna, con el agua al cuello.
De nada me ha servido
mi niñez de albufera,
mi gatear de espiga,
mi dentición de leche.
A mí mismo no puedo devorarme,
soy ese desterrado
que clama por el cielo de una boca.
Me castigan con motes que no entiendo;
dicen que soy candor, alba, inocencia
y tantas cosas más: las camisillas
con que la nieve escayoló mi cuerpo.
No crezco ante el castigo. Si creciera
sería un Himalaya a estas alturas.
Abridme las compuertas,
dejadme ser un río.
Cómo me dais envidia,
cubos de la basura.
Vosotros recogéis lo ya inservible,
lo que tuvo una infancia y una muerte,
lo que cumplió su vida,
pertrechos que ya vieron el alba y el ocaso.
Pero yo nazco muerto
aunque llene los trojes y los trenes
que no conducen a ninguna parte.
Sólo soy un payaso
que no encuentra
ojos donde llorar.
Y más que una semilla
soy hambre embalsamada,
un robot al que ordenan
ignorar a los fuegos salvadores,
los fuegos que subliman los calderos,
los fuegos camaradas
del aceite y la sal,
los fuegos que humanizan
manos y gestos, piernas y miradas.
Quiero, quiero encarnarme,
dormir la noche y respirar el día
en un cuerpo que ame y que confíe.
No les tiréis a los reciencasados
la pocilga que alberga mi blancura,
que cada grano mío es la protesta
contra esta sinrazón de la abundancia
que deja el techo abierto a la injusticia
para talar las rondas infantiles
que cantan a una patria sin fronteras
con música de bosques y de ríos.
No me tiréis a los reciencasados
que llevo un hijo muerto en las entrañas.
Pedro García Cabrera