LA ESCOBA
A mi primo Rogelio Trujillo Cabrera e Isabelita
Ella comienza el día
saludando uno a uno los mosaicos,
estimulándolos en su vocación de espejos.
¡Qué alegría disipar tanta noche,
borrar tantas ojeras,
hacer salir volando las penumbras!
Qué oficio el suyo, el de poner en marcha
la actividad en cadena de las cosas que amamos
y casi han conseguido convertirse en nosotros,
darnos fisonomía, nombre incluso,
el nombre trabajado de nuestras preferencias,
ganado a pulso de años,
construyéndose un rostro de sorpresas
con el fluir de cada instante,
el nombre que elegimos a través de ese cosmos
de hábitos y enseres familiares,
más real que aquel otro que nos dieron los padres.
¡Y cómo un quehacer tan por los suelos
puede engendrar aurora más difícil!
Ella preludia el orquestado enjambre
de los grifos, la música del agua,
los buenos días de aceitados goznes,
cimbreando su estirpe de amazona
por pasillos, por patios, por aceras,
tan feliz como un arpa
tañéndose en el brío de unos brazos.
Si su afán de pureza nos limpiara
hielos apuñalados, torvos gritos
y nubes de ceniza.
Si al menos nos quitara la tierra de los ojos
para mirar la luz encadenada
que golpea los muros y la frente.
La escoba también siente desventuras
barriendo a veces lágrimas
y los cristales rotos de los sueños.
Y hasta auténticos trozos de sí misma,
los inútiles pies de su esperanza,
muerta ya la ilusión de andar a solas.
Pero sin su trajín de cenicienta
nunca podría madrugar la casa,
ni dar la bienvenida a los amigos,
ni servir de caballo a los pequeños.
Y es que en la escoba hay mucha
humanidad de abuela.
Pedro García Cabrera