A LA MAR FUI POR LA LIBERTAD
A Juan Marichal, en Harvard.
¡Qué hondo llegas hoy a lo que espero,
mar del grueso retumbo y el albornoz flotante!
También, hondo y callado,
como el cráter dormido de un espejo,
es el treno salobre en el que habito.
Y aunque una primavera de esperanza
me encamine los pasos del silencio a tu orilla,
se licúe en las piedras en que apoyo mi voz,
se rezuma en la sal que me agrieta los ojos,
son ya tantas las veces que me has vuelto la espalda,
retornando mis redes mojadas de infortunio
a secarse en los suelos del desprecio,
que ya me están doliendo las calles que transito,
me supuran los años como heridas,
le echo en cara a mi sangre su ternura de arena
y hasta a mi propio anillo estoy por liberarlo
de esclavizarme el dedo.
¡Qué atmósfera de sombra y carbonilla
respira mi palabra,
cómo estoy indefenso sin su mano en la mía,
sin su temblor de alga tanteando mis sienes!
Si pudieras, desde el trueno mayor de tus tormentas,
ver el loro real de sus colores
llorar cenizas, desplumarse el vuelo,
retorcer sus raíces de árbol,
sus barrotes de ojeras mutilados
buscando en los mastines de sus olas
su alegría de estrella,
su libertad de pájaro y de pueblo.
Tengo en ti puesta toda mi confianza.
Un día me tendiste del cepo de la arena amarilla,
llevándome en tu vientre de canguro,
dándome el pecho azul de tus mareas,
aeunándome en brújulas y faros,
alzándome en el aire como un niño
y vistiéndome el alma de rumores.
Bien tuyo soy: me expreso con tus iras y tus calmas,
valles genealógicos de soledad me abisman,
tu sal me vive, tengo tus corales
derretidos ardiéndome las venas,
tuyo me siento el llanto que me abre las puertas
de tus fondos nocturnos, tuya la trayectoria
que sigo a la redonda de mí mismo.
Oriundo de tus nómadas entrañas,
nada reclamo al barro pordiosero de angustia,
todo lo fío a tu amistad de cíclope,
a tu cintura y brazos de olas firmes,
que aprietan el erizo de la pena enrocada
con un amor materno por la aleta y la espina,
a tu piel tangencial donde resbala el tiempo
sin poder hallar forma
de convertir tu redondez en lanzadera
para hilarte las madejas del desaliento
y devanarte los bueyes de tu fuerza,
tasándote murmullos y amaneceres
que obliguen a pasar tus horizontes
por el ojo de nieve de su aguja.
A mí no me fue dado repetirme
en cuerpos sucesivos,
no soy millonario de eternidad,
vivo sobre un mendrugo de sangre pasajera,
llevo tristezas y alegrías con rigor de contable,
casi apenas si puedo errar en un latido
o una gota de escarcha.
Mi oleada de tiempo no sabe remozarse
para empezar de nuevo
a llenarse de abejas,
a descubrir la concha de una mujer desnuda,
a conversar de nubes con el árbol amigo,
a cosechar el artesiano mundo de unos labios.
En nombre de la prisa del grito y el relámpago,
por el pez que más quieras,
por tu raíz de sal erguida en mi tamaño,
tráeme ya el instante
nupcial de mi albedrío.
Te lo piden, mordiéndose los puños,
las hogueras que piafan en las cumbres,
los salmones saltando río arriba,
el sueño de tortugas de las plazas,
los arenales que trabaja el viento,
los caminos sin sombra ni mesones,
los rebaños de lunas sin albergue,
la lluvia en su trapecio de arco iris,
mi rostro de ciudad bombardeada.
No quiero seguir siendo una tierra sin nadie,
el pesebre en que rumia la nostalgia
las hierbas del silencio.
Ya es hora de que pueda devolverme a mí mismo,
decir que tengo patria para dormir sin miedo,
agua para la sed,
lenguaje de aire claro para hablar y nombrarte.
Con la mano en la mar así lo espero.
Pedro García Cabrera