TERCER SUEÑO
DIÁLOGO DE LAS IMÁGENES QUE SE LIBERAN
(Ayer, en mi jornada victoriosa,
gané la tierra firme de tus hombros.
Esta noche mi sueño te prosigue,
saltando sobre el aro de tu cuerpo,
más allá de las lindes del amor).
Tú no eres esa que de pronto llegas
—y bien presientes tú que esa no eres—
metida en tu tamaño, en tu sonrisa
o en tu modo de andar. Tras esos planos
te escondes tú, la otra, la naciente,
casi rosada sombra todavía.
Esa que en ti se apoya, que a intervalos
hace pie en tus espumas vadeables
y se hunde de nuevo en una inmóvil
oleada tectónica de armiños.
Si te miro a los ojos, dos piraguas
que los atravesaban de este a oeste
ponen su rumbo al sur, electroflechas
hacia los primitivos iceberes
que te emiten un pórtico de nardos.
Si a tu sonrisa de infinitas bocas
prolongo su horizonte imaginario,
se proyecta tan lejos de tu rostro
que no pueden cazarla mis lebreles
por tan trigonométricos parajes.
Si a tu menhir de formas sucesivas
pretendo detener en el instante
en que estás a mi sed sincronizada,
siempre te sobra un gesto que no es tuyo
o te falta un perfil que te incompleta.
Tú te sientes cerrada, definida,
con una ceja aquí y allá otra frente,
una tarde en la ojera y con el cuello
mojado de ocarinas y de cisnes.
Pero no eres el árbol sino el bosque.
No sospechas, ni en sueños, de que eres
marquesina sutil de una extranjera
que tu delgada intimidad columpia
y que puede salir de tus rasantes,
torneada de múrices y oboes,
en el momento en que se marquen
las doce de la blancura en los andenes
de tu orilla interior, al otro lado
del corazón de lunas de tu piel.
Tú eres tan sólo el punto de partida
de otras muchas fragancias ilegibles,
tu onda más gentil y arrulladora,
tu noción más sensible de planicies,
la más dócil a ti, la más cercana
de todas tus palomas mensajeras.
Tú no te sabes fuera de tus flancos.
Más allá de tus lindes vuelan otros
múltiples radiogramas con el texto
de tus lirios cifrados. Una garganta,
¿tiene que ser garganta solamente?
¿No puede haber detrás de su espejismo
una aguda floresta de alabastro?
Tu cuerpo, ¿no es más bien una colmena
de invisibles abejas de cristal?
¿Siempre es un brazo brazo y sólo brazo?
¿No puede ser también un cachorrillo
de las nupcias de un río con la nieve?
¿Es que los senos siempre son colinas?
¿Por qué no habrán de ser las tersas flores
con las que intuya un polo de osos blancos
la rauda primavera de los hielos?
Y ese ave de preguntas sonrosadas
que se mueve en mi voz, ¿de dónde llega?
¿Qué arquero, y de qué nube, podrá hundirle
su saeta en el flanco, si su flanco
se siente sólo como un aire tenso
teorizando un nudo de veletas?
¿Qué poderosa mano flechadora
podrá herirla en el ala sin herirse
su propio azar de cazador furtivo?
¿Qué mirada podrá reconocerla,
tan diluida como está en mi acento,
sin que pueda tan sólo apoderarse
del eco de la forma donde estuvo?
Déjate hablar y te hallarás conmigo
en el filtro afilado de mi voz.
Escucha la carrera de los corzos
por tus valles dormidos; los vilanos
que trascienden la luz innumerable
de tus firmes presencias; las parábolas,
con trazo de ángel e ilusión de vino,
que esbozan en tu honor las golondrinas
y el tardo buey lloroso del crepúsculo
derramado en un cocktail de colores:
todas las imposibles nebulosas
de un errante sistema de ternura
en torno a una dormida transparencia.
Oh mi blondo castillo insospechado,
¿dónde los intuibles ascensores
para subir mi alondra hasta tus alas?
¿Por dónde el caracol que te desciende
áI gineceo de tu forma en vilo?
¿Dónde los sutilísimos balcones
que te asomen los nortes de mi gozo?
No es que te busque. Estás. Mas ¿dónde anidas
el grácil percutor de tus variantes?
Dímelo, tú, corneta, que en mis ojos
desnudas la verdad del aire ecuestre.
Dímelo, ruiseñor, que haces añicos
el vaso del silencio a medianoche.
Oh mi turgente pleamar cautiva,
cuando vuelvan de nuevo tus caletas
a romper la mejilla de mis mares
y tu caído miriñaque de olas
descubra el litoral de tu contorno,
aprenderán mis pájaros en mano
a leer tus movibles alfabetos
y tallaré en bajísimos relieves
tu mutismo y el mío entrelazados,
ya redimidos del país incierto
en que duerme su sueño de horizonte
el cocodrilo azul de la distancia.
Que de tu mano salga la otra mano
que me dicte tu espiga verdadera,
no la ilusión de ser la que ahora eres.
Que de tu espalda de dormido fuego
surja tu otra espalda de agua fresca
donde lave su rostro mi ternura.
Que de tus rubios álamos rientes
broten las hojas que me den la sombra
de la serenidad del equilibrio.
Desde tu luna, noche, de esa frente
que le da un sueño dulce a los molinos,
una amistad de sombra a las plazuelas
y unas bodas de plata a las lagunas,
la verás sonreír en los pedazos
de mis desanudadas evasiones.
Y de pronto la noche se acrisola
—alternando los síes y los noes—
en una gigantesca margarita.
A cada sí de luz le continuaba
un no de oscuridades impacientes.
Se me pusieron a llover sus hombros
lámparas de alabastro. Iban cayendo
trinos de estrellas, pétalos fugaces,
distancias que llevaban en el pico
una veloz antorcha ilusionada,
llantos a media voz, islas ausentes,
largos luceros esquiadores, rectas
soledades a fondo, sensitivas
pastorelas de amor,
lágrimas de perfil, rumbos al sesgo,
todo un móvil vivero de sonrisas
que incitando a mi afán a proseguirte
impedía a mis brechas encontrarte.
Quedaron deshojados cielo y alma.
Luces que te borraban se apagaron,
sombras que te sabían se encendieron,
hasta quedar el vertical pistilo
de tu unidad idéntica a ti misma.
Despojos luminosos de la noche,
inconcretos despojos de mis sienes,
volvieron a tu origen de gacela,
a tu profunda humanidad sin velos,
cuando todo era albor, en la mañana
de la primera sílaba del mundo,
voz la amistad y fruta la alegría.
Quedó entonces tu imagen destilada,
aguardiente de fugas, alambique
de tu verdad, cantil apasionado,
ya firme por los siglos de los siglos.
Y en el silencio, toda tu blancura,
feliz, dentro de mí, cerca, inquería:
¿por qué no desatáis lo que yo quiero,
esa ley que amanece mariposas
en los rosados mundos de tu voz,
ese cordial remanso de llanura
que pone al cielo en paz con las tormentas,
la vuelta a comenzar un paraíso
donde seamos tardes desasidas
de la luz, del color y de la llama?
Y el día me pisó con sus caballos
—no sé si aún dormido o ya despierto—
en la columna vertebral del gozo.
Pedro García Cabrera