MATAN EL CAMPO A UN PASTOR
Cuando entró por el rastrillo
del grave establecimiento
traía oliendo su sombra
a tomillares y espliego.
Sus cuarenta y siete años
nunca encerrado lo vieron.
Sólo ahora encanecían
al sentirlo prisionero.
Y sus minutos silvestres
en aquel recinto estrecho
tenían filos y astillas
de hachazos en un madero.
Siempre estaba de la puerta
tras un suspiro entreabierto
cual si estuviese mirando
por mágico catalejo.
Presentía ver las risas
de sus dos hijos gemelos
y los rebaños de ovejas
almidonando los cerros.
Sus caramillos de sangre
atisbaban en su puesto
de cazador de murmullos
ahuyentadores del tedio.
Y en una turbia mañana
que se enarcaba a destiempo,
un relámpago furtivo
quemó sus ojos abiertos.
Fue un disparo de fusil
que con su bronco desprecio
de pólvora sin entrañas
y ofrendas de desafueros,
ensangrentó en la intuitiva
pantalla de su cerebro
el espejismo de risas
de sus dos hijos gemelos,
las ovejas de la magia
almidonando los cerros
y la ojera de las tardes
declavada de vencejos.
Al fondo de sus pupilas
dos estanques lastimeros
aullaban ahogados
en una noche de cuervos.
Y entre vagidos de estrellas
recitando iría al cierzo
por olivos y vaguadas,
largos romances de ciego.
Sus cuarenta y siete años
fueron sauces verdinegros
que detrás de su dolor
daban escolta a su entierro.
Y dejó de oler su sombra
a tomillares y espliego.
Pedro García Cabrera