CUARTO MENGUANTE
I
La madrugada subía
por los últimos peldaños
cuando tiró el centinela
la dura piedra de un alto.
Como una mujer desnuda
sobre la copa de un árbol
la noche se maduraba
con savias de sombra y raso.
Estaba arriba, en las sienes
del Camino de Santiago,
bebiendo constelaciones
en la concha de la mano.
Estaba abajo, en las selvas
petrificadas del llanto,
desanudando los ríos
de un nadir de deportados.
Estaba allí, a la derecha
de un sueño de dromedarios,
muy cerca de donde nacen
arquitecturas de mármol.
El silencio apacentaba
sus zafiros toros mansos,
las jofainas del olvido
y las velas del ensalmo.
Y de pronto, el cabo guardia
abrió al silencio los labios
de una guzla, fumarola
de sonoros fuegos fatuos.
El desierto se encogía,
iba su lomo ondulando
a una cita de serpientes
en un vértice afilado.
Y era la guzla alambique
donde se iba destilando
la noche —mujer desnuda
sobre la copa de un árbol—.
Cayó roto el aro verde
de sus ojeras, los saltos
de sus senos en la nieve
de una asamblea de nardos,
su primavera de muslos
y sus cabellos de sándalo.
Y poco a poco surgían
palmeras, ojivas, arcos,
minaretes y nostalgias
en bloques de agua labrados.
Y eran dientes los sonidos,
y alhambras los ojos claros,
y mezquitas los perfumes,
y oasis los pies lejanos.
Y era un rumor de botellas,
y era un quebrarse de vasos
en mates vuelos de abejas
y almendros cristalizados.
La guzla fue lentamente
su surtidor apagando
y otra vez volvió el desierto
a dormirse sobre el llano.
El centinela siguió
pespunteando sus pasos
mientras que una turbia niebla
envolvía en su sudario
escombros de melodías
y torres de lodo blanco.
Pedro García Cabrera