MI PADRE
Para Alejandro.
En homenaje a su viejo,
a quien él sabe amar tan intensamente.
UNO
Mi padre era muy galán. No como yo que apenas si me defiendo.
Él era más alto que yo y esbelto. Yo tenía seis
años. Y cuando lo veía parado junto a mí pensaba
que él podía tocar el cielo.
Yo lo adoraba. Era absolutamente lo máximo para mí. Con
su pantalón de charro siempre. Y su pistola al cinto, recargando
en ella la mano mientras hablaba. Su piel era blanca como la de mis
tíos, los hermanos de él.
Mi padre era enormemente orgulloso, igualito que sus hermanos.
Yo, como toda mi familia, éramos el feudo de mi papá; al cual pertenecíamos.
Éramos de él porque él nos separaba de su familia original para ser nosotros como su familia; papá y mama
con mis dos hermanas, Toribio, mi hermano menor que acababa de nacer, y
yo.
La familia que formara mi abuelo paterno era de las poderosas en Tumbiscatío. Y en ese 1949 que corría todas las familias
de Tumbiscatío se conocían y se trataban, convivían, recordaban los sucesos entre ellas y peleaban y
procreaban según las circunstancias de la vida.
Ese día que voy a contarles yo iba con mi padre en las ancas de su yegua “la prieta”, abrazado a su tronco poderoso. Y al
brinco del trotar de noble animal sentía en toda mi columna vertebral el efecto de la rienda a su mando, conforme dominaba,
apretando las piernas o no, las cuatro zancas, briosas, marcando el
paso del animal.
Me enorgullecía el domino de mi padre sobre la yegua, conduciéndola con mando diestro y comprensivo;
amoroso de bello animal.
A mi edad yo sabía, por lo que mi madre nos decía cuando la amargura la obligaba, que mi padre era sumamente mujeriego.
Le decían el gavilán, de lo súper poyerísimo que era. Y por ello en tales momentos nos
acercábamos a cumplir con su destino.
Recordaba como yo chupaba el sudor de su blanca camisa, de puro gusto mientras trotábamos, porque mi padre sudaba
muchísimo mientras cabalgábamos
al sol de las doce del día.
Yo gozaba el momento de estar unido a su ser tan querido, aferrándome a él con todos los días de mi vida,
juntando en gozo de vivir todas las experiencias que me identificaban con él, el señor noble y vigoroso, recorriendo sus propiedades y sembradíos.
El sol estaba en lo más alto del día cuando escuché:
—Párate ahí Alejandro Pérez Zúñiga, hijo de la puritititita chingada, ¡cabrón!, ¡hijo del infierno...!
Tal grito electrizó mi corazón. Y me asomé por la derecha de la espalda de mi padre para ver a don Aureliano Ocampo y
Gestas, quien montaba su caballo, el pinto, portaba una pistola en su mano izquierda.
—¿Qué traes güey?, ¿que te debo?— interrogó mi padre.
—¿Cómo de que traigo pendejo? Te cojiste a la Berta,
cabrón. Y ya te había yo advertido que la dejaras en paz
cuando supe que también te cojiste a Rosita y a su hermana María.
Mi padre clavó la mirada en el cañón del arma de
Aureliano adivinando la trayectoria del la bala, mientras tomaba con su
mano derecha la pistola para dejarla intuir el corazón de su enemigo.
Sonaron los disparos. Y sentí como se derribaba el tronco del
que siempre me sostuve. Hasta que hube que soltarlo para que se fuera
al suelo, dejándome montado en desamparo ante la silla
vacía del pinto, sintiendo una indefensión, un dolor y
una cobardía que jamás he podido olvidar.
DOS
Mi hogar quedó transformado desde sus raíces en un desierto de incertidumbre.
Mi madre hubo de transformarse en empresaria. Comprendió que, de
ser propiedad de mi padre, al servicio de crear su hogar, pasaba a ser
empresaria obligada a mantenerlo día con día, encabezando
el esfuerzo que antes realizara mi padre para administrar la hacienda y ordenarlo todo. Ahora era su deber.
Y no le duró. Porque se nos vinieron encima los viejo, con los
hermanos y hermanas de mi papá, que jamás quisieron
a mi madre porque era hija de uno de los campesinos de la hacienda de mi padre.
El caso es que sacaron no se de donde un testimonio, firmado por mi
padre ante no se que notario, de que la hacienda pertenecía a
mis abuelos y mi padre solo era el administrador, por lo cual
desposeyeron a mi madre de todo nuestro patrimonio.
TRES
Mi vida jamás volvió a ser la misma.
Mi madre se transformó en un fantasma.
Nos cuidaba Altagracia, su criada de toda la vida, porque mi
mamá se fue a trabajar a Morelia. Allá duraba toda la
semana. La veíamos solo los sábados en la noche y domingos en la mañana.
Mis hermanos y yo sentíamos su desamparo mientras el llanto de mi hermano, de menos de un año, nos estremecía por las noches.
Sergio Verduzco