EL CAFÉ DE ENTONCES
Justito sobre la esquina
como sacando pechito,
se abrían las puertas del café
de Donizetti y Rivadavia.
Ni bien uno entraba,
un alto mostrador de oscura madera
no apto para petisos,
se engallaba sobre la izquierda.
Detrás de él, un espejo,
donde las botellas de licores
leían sus nombres,
y en él que más de uno
se peinó mientras tomaba
un cortadito, alistandose
para ir al baile de la
sociedad de fomento.
La vieja cafetera de expresso,
dejaba ver su vapor al ritmo
del clásico silbido, mientras
preparaba los mas ricos
cafecitos de ese barrio.
Unas cuantas mesas
llenaban el local, decoradas
alrededor con sillas de esterillas
con olor a parroquianos.
Si se pone atención,
el silencio trae la voz
de una época donde
algún cliente gritaba:
—¡Gallego! traeme un cafecito—,
al tiempo que los jóvenes
aprendian el lenguaje del café.
La reunion obligada de los Domingos
no se hacía esperar.
Jovenes y no tanto, alrededor de las mesas
y con palillos en mano,
deslizaban comentarios
entre aceitunas, salame, mortadela, queso
y palitos salados.
El ruido escrupoloso de los sifones,
cortaban un poco el vermouth
aliviando las gargantas
discutidoras de fútbol y política.
A la vez que se escurria el tiempo,
un: —Bueno muchachos, me voy—,
del más respetado de la barra,
marcaba el fin del convite,
Entre tanto, otros replicaban:
—Los ravioles de la vieja deben
estar listos y después a la cancha—,
mientras que alguno que no quería
abandonar la reunión dominguera
por no enfrentarse con su soledad,
vociferaba: —¡Che gallego!,
traeme un chegusán
de jamón y queso, sin cortesa—.
Otra ronda de vermouth simbolizaba
la despedida; y el café de la esquina
en ese mediodia de Domingo,
se iba quedando solo con el eco
de las voces, que revelaba el alma
de un porteño barrio de Buenos Aires.
Inmóvil y en silencio, cuando pienso en él,
todavía se me cae una lágrima
por los recuerdos que trae de mi juventud.
Juan-Rubén Bignes