ODA A JOSÉ ANTONIO RAMOS SUCRE
¿No fue malvado aquel revólver de Ginebra?
malvado como aquellos que usan los delincuentes:
se limitó a servirte como una llave mágica
y entraste, al fin de todo, con tus llamas,
entraste anocheciendo, en tu redonda nada.
Andando hacia los ceros compusiste una cifra
con todos los kilómetros del viento,
con todas las distintas calidades azules
de los astros lejanos que no hablan
al hombre y su miseria, a tantos labios
que nunca han almorzado lo suficientemente.
No fue malvado aquel revólver en Ginebra
porque sobre montañas tus ojos encontraron
«las formas de tu fuego»;
el olfato de un dios ante las grandes pipas del Silencio;
la señal voluntaria de los ferrocarriles de la muerte;
el sátiro escondido, junto a las escaleras,
aguardando la vida perfumada y errante
de una mujer desnuda en todos los espejos.
Parecido a un jinete que no vuelve más nunca
te miraron los árboles desnudos, friolentos,
a los pies del blanquísimo Mont-Blanc,
viajero eterno tú, con la ciencia del sueño,
desenterrando estatuas con los ojos azules,
creyendo en la verdad de los viejos idiomas
que se oyen a menudo en el fondo del mar,
o alucinadamente muy cerca de las barbas
de unos Magos diciendo, en voz muy alta,
que el heliotropo tiene mucho de las estrellas.
Ahora sí comprendo que en tu viaje infinito
atraviesas el aire con humo y sin sombrero:
de distancia en distancia te ausentas muy cargado de rocío,
y nada ha substituido tus poemas:
el viento los azota en el mundo pero ellos
continúan respirando sobre la superficie de los años,
en el barco olvidado de los muertos,
en la tierra con plumas de avestruz;
continúan respirando aunque el imbécil nunca
conozca tus posibles cuervos ensangrentados
ni tu luz tan desierta como viejos hachazos en el bosque.
Quizás por el hastío de todo lo monótono que existe
a diario en este mundo de los hombres
fue por lo que tomaste un revólver en Suiza,
y empezaste, con prisa, a circular
en el gran horizonte: en tu inmortalidad
con gente conocida: el Conde Lautréamont,
Nerval, Apollinaire, Saint-Paul Roux y Rimbaud.
Otto d'Sola