ITSOEL Y AITIÍNE
CANTO I
Conocía Aitiíne el cuerpo de Itsoel, lo estaba
conociendo, cuando dijo:
Itsoel, amado, tu cuerpo es una gema labrada y escogida,
es en mí como el océano adentrándose en la tierra,
pero tu alma, Itsoel, tu alma, se me escapa como peces que nadan en la
bruma
de la noche y quedo sola,
perdida entre los hielos ingentes de la llama.
Tras recorrer Itsoel uno a uno los rasgos de su amada,
Aitiíne le pareció de nácares y mimbres y con
deleite la besó en el vientre, en el pecho,
en los cabellos…Todo, todo fue profundo y delicado al tacto, al
sentimiento,
a las horas habidas, ambos suyos, de ellos, solos,
inmolados por y en el silencio.
Con Itsoel en los brazos, buscándolo, caminó
Aitiíne sin rumbo por la noche
y la niebla, lloró bajo las lunas, las edades, los días,
y buscó, buscó en el pecho sin voz por los instantes…
Amado Itsoel —suspiró abatida—
invítame al ocaso o al alba en que amanezcas.
CANTO II
Las horas de Itsoel fueron de agua, tomillo y amaranto,
venían engastadas con la miel de los linos y la aurora que
arrancan
al ébano los pájaros.
Elevó los párpados al magno dintel de la
mañana y sujetó las rosas
y los goznes del mundo, mientras golpeaba a rebato
por la sangre de Aitiíne.
La entidad que le ungía rescató las edades, al
ángel de la lluvia
y a la ternura del fuego,
exactamente aquella que albergaba finales de ceniza.
Cogió Aitiíne la copa oscura de las hiedras y
bebió de ella,
justo cuando el sol, místico y desnudo,
cruzaba invertebrando los huesos y la vida de la eternidad.
Orión de Panthoseas