EDAD MADURA
La oscuridad nocturna caía lentamente sobre la ciudad cristalina, dejando una estela multicolor sobre la majestuosa figura del gigante de piedra, cuya potente luz comenzaba a dar vueltas como si buscase algún naúfrago en peligro, como si su ojo avizor quisiera penetrar en los recónditos parajes rocosos buscando interrumpir a alguna pareja enamorada.
Daba vueltas, sí, mientras el azul y el rojo luchaban cuerpo a cuerpo con el negro para ver quién prevalecía. Esa luz artificial daba la indicación para que las luces de neón comenzaran a iluminar el aspecto festivo del verano, de esa ciudad dormida que comenzaba a balbucear sus primeros pasos, que tomaba unos helados para celebrar la llegada del verano.
De repente, sin apenas percibir el cambio de temperatura en el ambiente, una ligera brisa despierta mi mirada perdida en el horizonte de fuego, buscando quizás despertar los sentidos a la realidad de la soledad de esa noche estival.
Recuerdos, sí, palabra tan nostálgica y pasajera que se repite con cada llegada del verano; ese olor a romero en el aire caliente y el canto sonoro de los pájaros cuentistas, que interrumpen la profundidad de los pensamientos. Ese reflejo en los cabellos del sol que juega al escondite con el viento y que descubren, entre tanto, unas canas, aunque disimuladas por el bote de pintura caoba, que coronan la fragilidad de la belleza. Sí, también oigo allá a lo lejos, la risa inocente y burlesca de los niños que traen a mi memoria el recuerdo de esa infancia, ya lejana, pero vivida intensamente.
De repente, sobre el flujo de mis pensamientos prohibidos, salta a la vista la espuma que deja sobre las olas, un barco pesquero, que atraviesa feliz de su cargamento, la preciosa fuente de su trabajo. Me salpica y me recuerda el agua fría, mi cruda realidad, antes bonita, fuente de deseo, espuma, acompañada por la comodidad y la lujuria del momento, siempre oportuno, de la alegría de los primeros años, del sinsentido de la irresponsabilidad femenina, cuando la frivolidad y la vanagloria de la hermosura llevaban aparejados la vanidad y el galanteo.
Pero con la madurez, quizás sólo física, y la aparición de las primeras marcas del tiempo, recuerdan que la espuma borra el glorioso pasado, se pierde en el océano de la vida y sólo es una estela.
Me quito las gafas de sol, que ya no tienen lugar en ese momento reflexivo, y descubro a mis pies, todavía con el reflejo de la luz vespertina, unos pececillos dorados y plateados, que cayeron víctima de un engaño, en las redes de pescadores fornidos, arrugados, experimentados, maduros, con olor penetrante a sal, pero felices.
Sí, otra etapa de mi vida, sola, con arrugas, experimentada, frágil, con olor penetrante a melocotón maduro, pero llena de ilusiones ante la espuma del tiempo, deseando dejar una estela en el camino, y decidida a continuar cuando, miro a mis pies y descubro un pececillo dorado que todavía está vivo y que lucha por sobrevivir entre la frontera de lo conocido y lo por venir; lo tomo en mis manos, le sonrío tiernamente mientras contornea sus ojos suplicantes, y sin pensar más, con un halo de juventud renacida por la expectación, lo lanzo al agua —deseosa de tener más habitantes en sus parajes— y comienza a aletear y a vivir; herido y desengañado, pero vivo, libre, ágil. Y me voy, con esa imagen de futuro en mi vista, en mi cabeza y sobretodo en mi corazón esperanzado de proyección tridimensional.
María Dolores Ouro Agromartín