ALTAR ILUMINADO EN PIEDRA POR LA MUERTE DE ADÁN
Pero nosotros hablamos de verdad, persuadidos por la distancia
entre el ruego y la unción de aquellos desterrados falsificando
vocablos en los bordes de una piel de culebras.
Me ofrecías el cáliz como un sudario del vértigos
hasta donde no pueden mis cenizas. Noche absintia, nunca acoraza el
hambre aleteando en tus baldíos.
El devorante se llenaba de escamas, ¿era un fulgor, una garra de
cuervo, una muñeca dormida con huesos de colibrí, o
apenas una marea de hongos sobre la dispersión de la carne,
aquéllo que me restituía al aliento de muerte del principio?
Entrañas de misericordia has de pagar al silencio más
blanco, aunque no escuchen tu plegaria. Las pupilas sobrehumanas me
aduermen en esta espuma entrabierta.
Acércame a esa cabeza de desechos, estállame en la
lascivia, hospédame en la casa que huye hacia el desierto.
¿Y miras y das las gracias por los siglos de los siglos?
¿Y qué viniste a hacer con tu fiebre en el relámpago?
Te cercarán los mastines de la escarcha. Por un tiempo obstinado
de congojas, no abrirás la puerta del que llora en las calientes
cenizas de su vejez.
Porque lo lúgubre es lánguido y retrocede en las
salpicaduras de de esta tumba. ¿Qué perdida
majestad imprimes a la ceremonia, así cuando caes y caes entre
las nervaduras indecisas de una hoja de aromo? La espuma labra un
camino de hierro.
Risas que elegiste, crujientes, como si traspasaran el
escalofrío del instante en que ninguna anunciación ya te
es posible, como si traspasaran el calco de tu agonía en
la agonía de tu especie.
Escarbar conmigo la gasa perversa que confunde los sellos.
¡Esperar el sacrificio con el bienaventurado xilofón de
los mártires!
Nunca volviste los ojos a su umbral. Se te permite sólo
imaginarlo en incontables versiones rotas, musical y encarnado en su red de telarañas.
París, septiembre de 2003
Manuel Lozano